Recibimos una colaboracion de Nano y la publicamos. Siempre es un placer leerlo. ¡Gracias Nano! (GSF)
Venas
abiertas y anónimas

Me
pareció tan íntimo que no quise pedirle una foto.
Hay encuentros que uno ni sueña, ni espera, ni merece.Se van guardando en la caja fuerte del corazón los más lindos recuerdos. Algunos, como los que se recibieron en la juventud a través de lecturas que te dejaban obnubilado, con un antes y un después tras la revelación, están guardados más a flor de piel, no tan escondidos.
En
este caso, la ilustración de la tapa de un libro y su contenido marcaron casi
una década entera de viajes, búsquedas, extravíos, accidentes y suerte. Quizá
los años más lindos y arriesgados de mi vida.
La
tapa de la edición que conseguí entonces era la del mapa de Latinoamérica con
un cuchillo ensangrentado clavado en su vientre, en su Amazonas. Las páginas
contenían toda la información seleccionada sobre lo que se había hecho con el
continente, sus responsables y sus consecuencias. Era como un libro sagrado
para iniciados.
El
diseño lo usamos incluso en el ’83, en Bogotá, durante unas manifestaciones en
la Universidad Nacional. Yo había llegado vendiendo artesanías y me habían
adoptado como a un estudiante más. Vendía al lado de donde siempre ardían un
par de colectivos.
Ha
pasado tanta agua bajo el puente que ni el puente, ni el río, ni yo somos los
mismos. He recorrido tantas veces el paisito, le debo tantas alegrías… Recuerdo
haber entrado al backstage del Centenario como periodista, con un carnet
improvisado, en la primavera del ’84, el día que Zitarrosa llegó al país desde
el exilio. Cataratas de sentimientos. Yo, con 21 años y una camarita casi de
juguete, le di tanta compasión a don Alfredo que, mientras trataba de
enfocarlo, se me acercó pálido y sonriente, y me tapó paternalmente la lente
mientras yo jugaba al reportero. Los que estuvieron aquel día saben lo que fue
aquello.
Esos
recuerdos también están por dentro, porque en esos viajes las pocas cosas que
se tenían se perdían. Las cosas eran materiales, tenían cuerpo, se guardaban en
bolsillos o morrales de viaje, y se extraviaban en borracheras, olvidadas o
robadas, sin ser analógicamente reveladas.
Dos
o tres años después, estaba vendiendo artesanías en La Paloma, una tarde
apacible y cálida. Se para frente al puesto aquel hombre alto y parsimonioso
que fue Daniel Viglietti. Se quedó conversando campechanamente. Yo quería
saberlo todo: dónde había compuesto la canción de las hormiguitas, cómo era
todo en los años ’60. Y se explayaba, dejándome encantado. La canción, me
contó, la había compuesto camino a alguna ciudad de Alemania, tirados atrás en
una furgoneta. En los años ’60 y ’70, frecuentaban Cabo Polonio. Ya entonces,
un par de nombres hermosos y sus libros eran parte de aquello: Haroldo Conti y
Eduardo Galeano.
Tantos
años después, aquel joven que fui, un pueblerino que no hablaba un solo idioma,
regresaba igual de curioso al paisito a escuchar sus Llamadas,Candombe de mucho
palo, Adiós Juventud, su Ciudad Vieja.
Fuimos con mi hija menor y mi sobrina. Una noche en Montevideo, la 18 no tenía
casi vida y entramos al café frente al teatro Solís. Había unas diez personas y
nos sentamos. Yo quedé mirando a un rincón y distinguí, sin jamás haberlo visto
pero con total certeza, a la persona que estaba sentada con un grupo de
brasileños y una pila de libros. No comenté nada. Al lado había otra pareja de
brasileños y, detrás, vaya casualidad, una pareja mayor de daneses.
Me
asombré y me regocijé al poder entender, si paraba la oreja, a todos los que
estaban. Si bien seguía con mis lagunas, podía jactarme de ser analfabeto en
cinco idiomas. El tiempo no había pasado del todo en vano. Me di cuenta de que
la pareja de daneses también sabía quién era la persona del rincón. Prestaban
atención y hablaban sin percatarse de que yo los entendía.
Ese
mismo día había terminado de leer Sudeste. Al autor lo quería como a un
hermano o amigo desde que lo descubrí y siempre maldije que, viniendo de
pueblos tan parecidos, ningún profesor jamás lo hubiese nombrado. Pero bueno,
convengamos que en mi secundaria ni siquiera nombraron a Borges, menos a
Cortázar, Sábato, Soriano, ni al mismísimo Gabo o Vargas Llosa. Recitábamos el Cid Campeador de memoria. Nada de
Lugones, quizá algo de Hernández.
El
señor se levantó, tomó sus libros y, para salir, tuvo que pasar al lado de
nosotros. Tomé coraje y, con todo respeto, le pregunté:
—Disculpe,
Eduardo, ¿usted conoció a Haroldo Conti?
Confieso
que se me llenan los ojos de lágrimas con el recuerdo. Frenó y me abrazó. Me
contó que todavía sentía culpa por no haberlo podido ayudar, que el próximo era
él, que tuvo que irse, que lo visitaba en el Tigre, que era el que mejor había
escrito sobre el agua… Haroldo era navegante y tenía un velerito. Nunca
constaté si con el logró llegar a La Paloma, a Balizas o por donde pudiese
anclar o amarrar en las cercanías de la Pedrera, unas costas traicioneras que
supieron tener en vilo al mismísimo Garibaldi tantos años antes. Me imagino que
sí.
Sus
ojos claros estaban llenos de lágrimas. Cuando se fue, los daneses quisieron
hablar con nosotros. Resultó que se trataba de Niels Lindvig, un periodista al
que yo solía escuchar en P1 Orientering. De casualidad, dos personas con
muchísima erudición sobre temas similares habían estado en el mismo lugar en el
mismo momento.
No
me imaginé que pudiese estar enfermo. Creo que él ya lo sabía. Al cabo de unos
pocos meses, en Århus, estaba escuchando P1 y le dieron la palabra a Niels
Lindvig.
Dio la noticia de la muerte de Eduardo Galeano,
con muchos datos certeros y sin comentar aquel encuentro reciente.
Apagué
la radio y seguí trabajando.