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Dedicado a los que aman a Venecia
Los colores en Venecia son abigarrados.
A Venecia no se va a admirar ni a juzgar. A Venecia va uno maliciando
que será presa fácil del estupor y el encanto, ¡tanto lo han prevenido
las generaciones de visitantes y viajeros sobre el irresistible poder de
su sortilegio, que se dispone mansamente a confesar la primacía de su
belleza!
Una hermosura que es, desde luego, ubicua, y además, pudiera
caracterizarse como decadente y melancólica, pero por sobre todo
misteriosa, aun en el estallido de su deslumbradora policromía.
No importa a qué rincón de Venecia nos conduzca el propicio hado que
nos trajo hasta aquí. Así Cannaregio como Santa Croce, Dorsoduro y San
Marco, San Polo y la Giudecca, todos los barrios e islas parecen
animados por un mismo espíritu que embruja a cada paso desde la fachada
espléndida, la magnificencia de la iglesia y el monasterio o en cada
sotopòrtego que, calando un edificio hasta insuflarle ánima, se abre a otro paisaje o a la callejuela con promesa de arcano.
Como en la Peschería
del Rialto el puestero saja con hábil trazo de cuchillo el pez para
eviscerarlo, todavía vivo y palpitante, del mismo modo el Gran Canal
hiende el cuerpo doliente de la ciudad para mostrarnos sus maravillas.
Los colores en Venecia son abigarrados, como si la República, en la
cima de su poderío, no hubiera podido disponer de todos ellos en los
innumerables palacios, depósitos de mercaderías, templos, arsenales y
edificios de la administración civil. Y se repiten en los mercados de
pescado, de fruta, de artesanías de flores, reflejándose y
multiplicándose hasta el vértigo en la urdimbre de canales que
atraviesan la ciudad.
Es necesario hacer un alto para asimilar tanto prodigio, recobrar el
aliento y respirar. Y Venecia, a la que los siglos le han dado la forma
perfecta de un pez (¿qué otra silueta podría tener la Señora de la
Laguna si nació y vive en las aguas?), respira por las branquias del
Gran Canal,
detto il Canalazzo, por los venecianos de antaño y por los de hogaño.
¿De qué hablar, o hacer mentas o encomio que no se haya hecho ya un
millón de veces de los palacios Calbo Crotta, Flangini, Marcello,
Querini, Emo, Fontana Rezzonico, Michiel del Brusà, Barzizza, Falier y
Cavalli-Franchetti, en una banda, y de los de Gritti, Giovanelli,
Battaglia, Ca’ Pesaro, Bembo, Grassi, Mocenigo y Cappello Malipiero en
la otra, entre decenas de ellos?
Como en la
Peschería del Rialto el puestero saja con hábil
trazo de cuchillo el pez para eviscerarlo, todavía vivo y palpitante,
del mismo modo el Gran Canal hiende el cuerpo doliente de la ciudad para
mostrarnos sus maravillas. Los frescos de los frentes, los mármoles y
hierros de las escaleras y las maderas de las esculturas exponen
generosamente su belleza y su dolor, porque la carcoma del tiempo y de
los elementos no ha tenido piedad de Venecia.
El efecto es grandioso, pletórico de orgullo y dignidad.
Esas aguas que vemos ensañarse con las reliquias de un pasado
glorioso atravesaron bravías y azules las columnas de Hércules,
perdieron intensidad en el Tirreno, ante el rompeolas natural que es
Italia y, ya verdosas y cansadas, remontaron el Adriático hasta la
Laguna. Ahora vienen a lamer los columnas de Ca’ d’Oro, a inundar su
atrio y a socavar sus cimientos.
Pero Venecia no se queja. Intuye que esta muerte lenta y ceremoniosa
cuadra a su grandeza y a su pasado guerrero, porque no sería justo ni
para los hombres ni para su fama desaparecer bruscamente. La grandeza de
Venecia requiere de una despedida solemne y melancólica.
¿Teatral, tal vez, como una noche en La Fenice?
¿Desvergonzada y brillante como una noche de Antonio Vivaldi?
¿Desbordada de sueños, como una noche de Marco Polo?
¿O exhibicionista y sensual, como una noche de Giacomo Casanova?
Si nuestra irrecusable muerte tiene por lo menos un consuelo, ese es el de que no veremos el fin de
La Serenissima.
Antes de recogernos hemos visto, aquí y allá, encenderse luces indecisas en el Gran Canal.
Cuando el ocaso enciende el bullicio y la mundanidad en la Plaza de
San Marcos, aun el visaje augusto del León, repetido en bajorrelieves,
esculturas y pendones, nos recuerda que las sombras enseñorean la ciudad
y que, dentro de pocas horas, no oiremos siquiera en las desiertas
calles ni el rumor de un desvelado
vaporetto. En el lecho,
mientras meditamos en las cosas vistas y en los estragos de las edades,
que no se quieren dejar de opacar el brillo de aquéllas, porque nos
hablan a nosotros, sabremos que dichosamente estamos en Venecia. El
silencio es tan profundo y denso, y las retinas tan empeñosas en
redundar pasmos de belleza, que si estamos ciertos en el dónde no es tan
fácil responder el cuándo, así que, por las dudas, juzgamos prudente no
asomarse a las ventanas del hotel.
Son los venecianos, y están muertos.
Sólo un reducido número de servidores admiten las ánimas, sólo a esta
hora, cuando la llovizna en las tinieblas se ha encargado de disipar
todo vestigio de presencia extraña.
Antes de recogernos hemos visto, aquí y allá, encenderse luces
indecisas en el Gran Canal. Aguzando la vista se puede llegar a ver —o
adivinar— un perfil que se recuesta en un sillón junto a la ventana. La
actitud se repite una y otra vez en los suntuosos palacios de oclusos
portales y tapiadas ventanas, como obedeciendo a una señal que no
podemos ver ni oír.
La lentitud de la embarcación permite, sin embargo, corroborar que
las siluetas nunca vuelven el rostro, y aunque a la distancia resulte
posible descifrar algún rasgo, el cuadro abierto al mundo del palacio
renacentista o gótico sólo deja ver perfiles de indiferencia y desdén.
Son los venecianos, me digo.
El ajetreo con el mapa, la curiosidad, el cambio y demás banalidades
que son el avío del turista nos han hecho reparar en la ciudad y olvidar
a sus habitantes.
Son los venecianos, y están muertos. Sólo un reducido número
de servidores admiten las ánimas, sólo a esta hora, cuando la llovizna
en las tinieblas se ha encargado de disipar todo vestigio de presencia
extraña.
Déjenme creer que el misterio me ha sido revelado por lo menos hasta
mañana, cuando el trajín de las góndolas vuelva a agitar las aguas y el
paso apurado de los porteadores indostanos estorbe la incesante metralla
de los turistas japoneses.
Abogado
y escritor argentino (Zárate, Provincia de Buenos Aires, 1955). Trabaja
como funcionario público en el cargo de jefe del Registro Civil de
Zárate. Ha publicado
Cuentos de la resignación (
Editorial Dunken, Buenos Aires, 1997), el libro de relatos históricos
El profeta y el traidor (Ediciones Proa, Buenos Aires, 2000), los poemarios
El último bien (Proa, 2001),
El retorno de Hipsipila (Alloni-Proa, Buenos Aires, 2005) y
Acechanza de reflejos (Proa, 2009), la colección de ensayos
Aunque sean los papeles rotos de las calles
(Alloni-Proa, 2005) y un volumen con el relato “El emisoriario” y el
soneto “Elección” (colección “Biblioteca Mínima” del diario
Opinión; Cochabamba, Bolivia, 2007). Además, textos suyos aparecen, traducidos al italiano, en la
Antologia della Poesia Argentina Contemporanea (
Edizioni Sentieri Meridiani,
traducción de Emilio Coco; Foggia, Italia, 2007). Ha dado conferencias
sobre cine, historia y literatura en Buenos Aires, y en el interior y
exterior de Argentina. Integra el plantel de colaboradores permanentes
de la revista
Proa, fundada en 1922 por Jorge Luis Borges y en
la que ha publicado cuentos, poemas y ensayos desde 1998. En 2009 fue
jurado, en el género Novela, para la Faja de Honor 2009 de la
Sociedad Argentina de Escritores (Sade).