El discurso debería ser material de lectura de quienes les gusta transitar el mundo de las letras, aún para disentir. Por eso lo transcribimos:
Discurso completo de María Teresa Andruetto
Discurso completo de María Teresa Andruetto
Hay una grieta en todo/ Así es como entra la luz, dice Leonard Cohen, y
entonces es ahí, en las fisuras, donde quisiera mirar. No fue sencillo para mí
aceptar la invitación a cerrar este congreso, por las disidencias diversas que
con él tiene –por razones también diversas- la comunidad a la que pertenezco y
por mis propias disidencias. Me tranquilizan dos cuestiones, la primera es que
antes de aceptar hice saber mi posición y la invitación se sostuvo –con un
espíritu democrático y una amplitud que mucho agradezco-, la otra es que estoy
aquí como escritora y el lugar de quien escribe es, en lo que respecta a la
lengua, un lugar de desobediencia, de disenso.
En nombre de ambas cosas digo estas palabras.
La primera cuestión tiene que ver
con el nombre mismo del congreso, llamado aquí –y es al menos curioso que la
contraparte nacional se haya plegado a esa denominación- Congreso de la Lengua
Española, porque para nosotros, para nuestro sistema educativo, la academia, la
alta cultura y la cultura popular, esta lengua en la que aquí hablo siempre ha
sido la lengua castellana. Así llegó a América, con la conquista y con la
iglesia, la lengua de Castilla y fue esa lengua y no otras que se hablaban o se
hablan en España, la que se impuso –no sin dolor, no sin lucha, no sin
resistencia- sobre las lenguas originarias.
Esto nos lleva a preguntarnos de quién es la lengua, quién le da nombre
y quiénes reconocen su lengua en ese nombre. Aunque en las previas a este
Congreso se ha insistido en la idea de que la lengua es de todos sus hablantes,
en la amplia procedencia geográfica de los ponentes y en la alta presencia de
mujeres en las mesas, me pregunto si esa que se dice de todos es la misma
lengua; en caso de serlo, quiénes son sus dueños y atendiendo a que una lengua
con tantos hablantes, además de un capital simbólico es un capital económico,
quiénes hacen usufructo de ella. Desde Madrid, el ministro de Educación de la
provincia, a la pregunta de un periodista acerca de ciertos contenidos,
reconoció que ni la parte argentina ni la cordobesa intervienen en la elección
del temario. Es la Real Academia, dice. Nosotros actuamos en la parte logística
del Congreso. A su vez, el director de la Real Academia, remarcó la importancia
de estos congresos con la frase: Durante unos días, se tratará de ponerle voz
española a los asuntos que nos ocupan a todos, tal vez sin tener dimensión de
lo que la frase "voz española" significa aquí, para nosotros.
Entonces, no debiéramos desentendernos de ciertas preguntas, aunque incomoden,
preguntas como: ¿Para qué un congreso en estas pampas sin intervención local
sobre sus contenidos? ¿Es la lengua de España la misma que se habla en
América?, ¿El muy diverso castellano de
cada uno de nuestros países es la misma lengua española de la que el Congreso
habla?
Y finalmente, porque estamos en Argentina, ¿se trata de la misma lengua
que aquí se habla? Sí y no. La misma y otra. Para los hablantes de mi país
se trata de una cuestión que lleva más de un centenario, cuestión desestimada o
minimizada por las instituciones españolas de la lengua, sus espacios de
formación, sus editores…, como lo expresa blanco sobre negro el reciente
planteo del director mexicano Alfonso Cuarón, quien declaró en la clausura de
un ciclo de cine en Nueva York, que le resultaba ofensivo para el público (e
imagino que sin dudas también para sí mismo) que su película Roma se haya
subtitulado en España. Me parece muy, muy ridículo, a mí me encanta ver, como
mexicano, el cine de Almodóvar y yo no necesito subtítulos al mexicano para
entender a Almodóvar. Le parece ridículo, dice, que un español necesite que le
digan No os acerquéis al borde en lugar de Nomás no se vayan hasta la orilla.
Entiendo muy bien lo que dice Cuarón, me ha pasado que una editora española
haya pretendido cambiar durazneros por melocotoneros con la extraña
fundamentación de que en España nadie entendería la palabra duraznero, pero
sucede que melocotonero es una palabra tan artificial para un argentino que
nunca jamás podría usarla. En fin, cierta pretensión de uniformidad, la
homogeneización que destruye lo singular o lo invisibiliza, el modo en que se
ilumina la propia lengua al ver cómo toma caminos diversos.
Todo eso: borrado, dice la cordobesa Eugenia Almeida, porque el
castellano de esta América es un conjunto de variables mestizadas por pueblos
originarios, aportes árabes, africanos, europeos y asiáticos que –esclavizados,
sometidos, aceptados o bienvenidos – impregnaron nuestros modos de decir y de
pensar. Hablaba el ruso en quince lenguas, dice en algún lugar Julia Kristeva.
La segunda cuestión aparece cuando
reparamos en que esto no es recíproco. Casi 600 millones de personas de 22
naciones hablamos la misma lengua. ¿Son soberanas lingüísticamente esas
naciones? Y si así es, ¿por qué sus modos de decir necesitan
ser traducidos a un decir mejor, a un bien decir? En la Declaración
Universal de los Derechos Lingüísticos firmada en Barcelona en 1996, se expresa
que los hablantes pueden usar la lengua según las necesidades de cada lugar de
origen, garantizando así los principios de una paz lingüística mundial justa y
equitativa, factor decisivo de la coexistencia social y cultural. Más del 90%
de los hablantes de lengua española habita en países de América, y menos del
10%, en España, sin embargo las variedades idiomáticas americanas no tienen
tantas posibilidades de ser reconocidas por la Academia y, cuando lo son, pasan
por formas folclóricas, americanismos. Por su parte, en el Diccionario
Panhispánico de Dudas, alrededor de un 70% de lo que se considera "malos
usos de la lengua" es de origen latinoamericano, lo cual tiene que ver no
sólo con la idea de purismo y la pretensión de uniformidad, sino sobre todo con
la convicción de que el bien decir se decide fuera de nosotros.
Se trata de las políticas de control del idioma, de la tensión entre las
hablas de una comunidad y las normas que esa comunidad dicta o acepta y de la
lucha entre transformación y preservación. La advertencia gramatical no me
limita, sino que me recuerda que yo estoy en la lengua, y me da movilidad
dentro de ella. Me recuerda que la lengua es mía y que no es solo mía… me
recuerda que el vínculo es el vehículo compartido. El interés por la gramática
trasunta el interés por la conservación del espacio público, dice la colombiana
Carolina Sanín. ¿Sin leyes seríamos más libres? Necesitamos instituciones
reguladoras pero necesitamos también que esas instituciones nos representen de
una manera más justa, porque una lengua – que por cierto es mucho más que sus
reglas- vive en las bocas de sus hablantes y es asombrosa la velocidad con que
lo vivo deviene en frase hecha, en palabra muerta, en clisé.
Un idioma es una entidad en permanente movimiento, una inmensidad, un
río, en su adentro caben muchas lenguas como caben muchos pueblos. Argentina,
para dar el ejemplo que más a mano tengo, no se hizo solo con descendientes de
hispano hablantes, es un país que mezcló la población originaria con la
invasora, y recibió aluviones migratorios de italianos, gallegos, árabes,
aymaras, vascos, polacos, guaraníes, armenios, coreanos, alemanes… .se trata de un país que nunca vivió el purismo idiomático, la
necesidad de conservar la "casticidad", palabra por otra parte tan
cercana a la castidad. En fin, que somos impuros o mestizos (muchas veces
mestizos étnicos y siempre mestizos culturales), que es impura nuestra lengua y
esa impureza es nuestra riqueza. Dice el colombiano Fernando Vallejo que
preguntarse quién habla bien es una tontería porque el castellano se habla como
se puede en todos los ámbitos del idioma, un idioma de 22 países entre los
cuales contamos a España. En fin, que para riqueza de hablantes, escribientes y
lectores y para riqueza de nuestras literaturas, peninsulares, latinoamericanos
y ecuatoguineanos debiéramos cuidarnos mucho de una lengua que se someta a la
lengua oficial, una escritura que ponga en retirada a cada modalidad de la
lengua en particular, cuidarnos de no confundir la lengua viva con los
cementerios de la lengua, acoger, dice también Fernando Vallejo, el idioma de
la vida, que es el local. Hasta acá, un poco distraídos, podríamos pensar que
se trata de diferencias de habla, de lo singular que se aleja de ciertas
normas, de ciertos corrales, cierta legislación que va y viene desde una región
a otra, pero por cierto que no se trata de un camino de ida y vuelta entre
modos diversos de usar la lengua, sino de una corriente que va o pretende ir desde
la antigua metrópoli hacia sus dominios de antaño y nunca de modo inverso. Esa
corriente de poder lingüístico unidireccional viene a nuestros países con las
formas de decir y escribir que España considera correctas sin comprender que a
muchas expresiones del castellano de España las comprendemos nosotros poniendo
a prueba nuestros oídos, porque la música, y el habla, y el gusto, no son los
mismos para todos y porque, parafraseando un relato cristiano, hay ovejas que
son de este corral y otras que son de otro corral pero de todas es el universo
de la lengua. No hace mucho, una investigadora madrileña me dijo llena de
sorpresa ella y más sorprendida yo por su reflexión. No entiendo por qué los
argentinos necesitan traducir a Dante (a raíz de una edición aquí de La divina
comedia, con traducción del poeta Jorge Aulicino) si ya está traducido al
español, pero es que tal vez ni se advierte siquiera cómo pegan en nuestros
oídos muchas traducciones de editoriales españolas, especialmente cuando se
trata de escritores que trabajan con lo coloquial; pero no me extiendo en el
tema porque de todo esto, habrán dado cuenta las mesas sobre traducción del
Congreso, ya que es materia habitual de debate entre nuestros traductores.
No se trata de una cuestión menor, ni tampoco meramente retórica.
Durante la pasada dictadura, los escritores argentinos en el exilio español se
preguntaban qué hacer con nuestro lenguaje. Elijo dos respuestas a esa
pregunta;, el escritor y crítico David Viñas, en julio de 1980, dice en una carta
¿Se academiza la cosa, se la agayega, se le pone almidón y se la plancha? En
otra carta, de agosto de 1980, el escritor Antonio Di Benedetto, dice: He
procurado clarificar un tanto el vocabulario para el lector español, sin dar la
espalda a mi potencial lector argentino o latinoamericano.
Con tal criterio he sustituido algunas voces. Ejemplo: no
"saco", que aquí sugiere "bolsa", sino chaqueta, dicción
que no es extraña al argentino, ¿verdad? ¿Verdad? Podemos oír un grito ahogado
en ese ¿verdad?, un gesto de desesperación, porque la elección de la lengua (y
dentro de ella, la de sus infinitos matices) indica en qué sistema literario
puede o quiere insertarse un escritor, indica por quiénes y de qué modo desea
ser leído y revela también el costo que ese escritor está dispuesto a pagar
para encontrarse con sus lectores. Cuando comencé a publicar y se abrió
tímidamente alguna posibilidad de editar mis libros fuera de Argentina, la
lengua, esa materia con la que trabaja un escritor, comenzó a presentarse como un
obstáculo. No es el libro, no es la historia, es el lenguaje…, tan argentino,
se me dijo en muchas ocasiones.
En 1876, Juan María Gutiérrez, preocupado por el lenguaje rioplatense
(como Esteban Echeverría y Juan Bautista Alberdi, sus colegas de la Asociación
de Mayo), rechazó públicamente la propuesta de integrar la Real Academia
Española, lo que provocó una serie de cartas con un periodista español que
también polemizó acerca de ello con Sarmiento. La cuestión de si hablar
castellano o una de las lenguas originarias del territorio que ocupa nuestro
país y en el caso de hablar castellano, qué castellano hablar y escribir, en
fin, la pregunta acerca de si era conveniente seguir a pie juntillas a la
Academia Real del país del cual estábamos independizándonos o si debíamos dejar
que la lengua, aun siendo la misma -la misma y otra por cierto- se
independizara a su vez y corriera a su aire, aceptando nosotros, sus hablantes,
las transformaciones que le íbamos dando, se discutió aquí en la segunda mitad
del siglo diecinueve, una discusión que nuestros prohombres dieron por saldada
hace ya más de 150 años. Esa cuestión, que en nuestras carreras de letras se
estudia como la polémica acerca de la lengua, polémica que es por supuesto
lingüística y estética pero por sobre todo fuertemente política, se dirimió en
el marco del movimiento estético/político romántico, y la llevaron adelante
Gutiérrez, Echeverría, Sarmiento y Alberdi, los cuatro grandes escritores
románticos argentinos, a la vez cuatro políticos centrales, lo que es casi
decir los fundadores de nuestra literatura y de la nación. De todo ello emergió
la convicción de que ese castellano que se hablaba no necesitaba sujetarse a
los dictámenes de su casa central, de modo que ser un hablante o un escritor
argentino es también ser un usuario de la lengua desobediente ante la demanda
de casticidad.
La tercera cuestión, aparece cuando
reparamos en la lengua como un capital no sólo simbólico, cuando comprendemos
su faz económica, y entonces nos preguntamos ¿quién usufructúa los dividendos
que da esta lengua en el mundo? El gobernador de la provincia dice sabemos que
es un recurso natural inmenso, un bien renovable que se multiplica con el uso,
que gana valor cada día y hoy es deseable inclusive para los nacidos y criados
en otras lenguas, lo cual coloca en primer plano este aspecto de la lengua como
capital económico. A la hora de certificar internacionalmente los cursos de
aprendizaje como lengua extranjera, las jornadas internacionales para
profesores de español, como suelen llamarse, ¿quién certifica?, ¿quién obtiene
los dividendos de esas acciones? ¿Se distribuyen esos dividendos entre los
diversos países en que se habla castellano o se trata de un recurso que le
pertenece mayoritariamente a instituciones españolas? Todas las relaciones
humanas están mediadas por la política, atravesadas por diferencias de poder, y
ese poder se materializa en el lenguaje que, citando a Bajtin, es producto de
la actividad humana colectiva y refleja en todos sus elementos tanto la organización
económica como sociopolítica de la sociedad que lo ha generado. La búsqueda de
uniformidad, el paso de un rasero que aplane las particularidades de nuestros
castellanos, va en consonancia con la persecución de un mayor rendimiento
económico, con que libros, películas y series, publicaciones en papel o
digitales, cursos de enseñanza y literatura destinada a niños y jóvenes sirvan
para la mayor cantidad posible de usuarios. Por eso la persistente búsqueda de
un castellano a la española o un latinoamericano neutro que permita a esos
productos circular en todo el continente, viajando más y mejor, penetrando de
modo más rápido, sin que importe que eso sea a costa de nuestras singularidades
y vaya -como de hecho va- contra la riqueza del idioma. Baste escuchar en
nuestro país a alumnos, hijos o nietos, hablando de leños, carros y neveras para comprender lo que digo.
¿Por qué hablan como hablan los personajes en los programas infantiles
enlatados? ¿Por qué se subtitula una película de un castellano a otro, como
sucedió con la ya citada Roma y sucede con tantas otras? ¿Es porque los
españoles no comprenden la palabra orilla y necesitan que se la traduzca como
borde? ¿O se trata de simplificar y uniformar para atraer el mayor número
posible de espectadores hacia una película o una serie que pueden generar mucho
dinero? Empresas y capitales multinacionales promueven la ampliación del
mercado del castellano, en su modalidad española o en lo que llaman americano
neutro para, en lo uniforme y hegemónico, reforzar el monopolio de la lengua
como negocio; buscan un idioma de modalidad única (para tantos hablantes
de culturas tan distintas), a costa de su depredación, del mismo modo que los
monocultivos en su búsqueda desmedida de dinero van contra la riqueza del suelo
y la diversidad que nos ofrece la naturaleza. Víctor Klemplerer, en su libro
sobre las transformaciones de la lengua alemana durante el Tercer Reich,
registra en su diario de manera minuciosa cómo el lenguaje se va falsificando,
va perdiendo su singularidad y su verdad, lo que constituirá la más potente
difusión del nazismo en todas las capas de la población. La vida de una lengua,
si en algún sitio reside, es en lo particular, en su inestabilidad; la
uniformidad como estrategia económica, la mono lengua, la neutralidad, lo que
produce es destrucción, depredación. En ese arco ingresan las industrias de la
lengua, el turismo idiomático, la corrección política donde se incluyen los
debates actuales sobre si el lenguaje es inclusivo o no y en qué medida esa
inclusión incluye la diversidad de todo tipo, no sólo la de género.
Pero volvamos a nuestra resistencia ante la demanda de uniformidad en
los modos de decir; ya que el pensamiento se construye en y con el lenguaje a
través del cual se manifiesta, podríamos avanzar un paso en nuestro
razonamiento y decir que se trata en realidad de una demanda de uniformidad no
sólo en los modos de decir sino también en los modos de pensar. Por eso, si
bien muchos acceden a esas demandas, otros tantos nos sostenemos en el desacato,
el desacomodo, el rechazo a una lengua apta para todos los públicos. No se
trata de un capricho, se trata de una búsqueda de identidad que se refleja en
el modo de hablar y de escribir, desvíos de cierto extranjero deber ser para
encontrar en lo individual más hondo, allí donde refracta lo social, ecos de la
lengua de un pueblo, una región, una comunidad, un sector social, búsqueda de
un contrapoder frente a lo hegemónico. Se dice que la lengua no es de las
instituciones, sino de los hablantes, y aunque así es en lo que hace al uso
cotidiano, no parece suceder lo mismo en el aprovechamiento económico que una
lengua provee, porque sin dudas no es mayoritariamente el castellano argentino,
ni el mejicano ni el peruano, ni el boliviano…, el que se comercializa en la
enseñanza internacional del idioma, en las pruebas de aptitud sino la modalidad
española que por la vía del país que la lleva a la práctica, se beneficia con
esos recursos. La falta de políticas públicas sobre este asunto vuelve
vulnerables a los individuos, a las culturas y a la identidad de nuestros
países. Sin duda el Estado español encuentra en la extensa difusión de esta
lengua en Latinoamérica una posibilidad muy fértil de desarrollo económico, y
perder ese control -aceptar su des homogenización, comprender y respetar las
libertades de un territorio donde vive el 90 por ciento de sus hablantes- sería
perder ingresos. Pero nuestra lengua – al igual que nuestros recursos
naturales- no puede medirse sólo en términos económicos, porque se trata de una
construcción colectiva que es necesario sostener cuidando los derechos
lingüísticos de la comunidad y de sus individuos. Todo esto es también
responsabilidad del Estado (de cada uno de los Estados), cuyo rol debe ser
activo, instrumentando políticas que defiendan y promuevan esos derechos, los
que se refieren a las variedades del castellano y los que se refieren a las
lenguas de nuestros pueblos originarios. En territorio argentino hay más de 19
lenguas (aymara, huarpe, wichí, mapuzungun, qom, quechua, pigalá, guaraní,
entre otras) que lograron sobrevivir –no sin resistencia, no sin persistencia-
desde que el rey Carlos II prohibió por decreto el uso de las lenguas nativas,
lo que nos demuestra una vez más que leer y escribir son instrumentos de poder.
Entre letra y letra hay un confesionario, entre palabra y palabra un
mandamiento, y más allá del margen de la hoja que se lee, bulle una Babel
pagana en voces deslenguadas, ilegibles, constantemente prófugas del sentido,
dice el chileno Pedro Lemebel. Tal vez no muchos ciudadanos argentinos
saben que en nuestro país hay 3.000 escuelas bilingües donde concurren niños de
32 pueblos originarios y trabajan (o trabajaban hasta el anterior gobierno
nacional, según palabras de la escritora Sandra Comino, partícipe del ahora
vaciado Plan Nacional de Lectura) 1.800 educadores, docentes auxiliares en
Lengua y Cultura Aborigen.
La cuarta cuestión, el lenguaje inclusivo.
El Congreso de la Lengua se ocupará del presente del español, pero no
discutirá sobre lenguaje inclusivo, han dicho a la prensa, con total firmeza,
las autoridades de la Academia. Tendremos participación igualitaria entre
varones y mujeres, se dijo y yo no puedo dejar de preguntarme si habrá habido
mujeres y en qué proporción en las decisiones de contenidos. Desconozco si la
Academia y el Instituto tienen mujeres en sus directorios, pero si las tienen,
ellas no han dado sus opiniones a la prensa; se dijo que hay 250 ponentes de 32
países. ¡250 ponentes y ni una sola mesa de discusión sobre un tema como es la
inclusión de género, vivamente presente en la agenda actual, tanto de América
Latina como de España! El lenguaje inclusivo nos pone delante de la carga ideológica
de la lengua, que habitualmente nos es invisible. Claro que compartimos la
lengua y que ella no es de nadie, ni siquiera de las buenas causas. Claro que
corremos riesgos de que el lenguaje inclusivo se vuelva pura corrección
política. Claro que no sabemos qué pasará con la literatura, ni si es posible
escribir en lenguaje inclusivo de un modo lo suficientemente cargado de
ambigüedad como para conservar la función poética del lenguaje, de un modo que
además de hacernos pensar, nos conmueva, nos emocione, nos complejice. Claro
que no sabemos, y menos puedo saber yo, qué sucederá en el largo plazo, si ese
lenguaje que viene a irrumpir se estabilizará en la lengua y en tal caso de qué
modo, si ingresará y de qué manera a nuestras literaturas, pero sabemos de su
uso y expansión en ciertos sectores sociales (especialmente urbanos) y en
jóvenes de cualquier género, y vemos cómo impregna y permea los usos públicos,
periodísticos y políticos, y entonces resulta asombroso que no se haya incluido
siquiera una mesa de discusión sobre algo que está moviendo los cimientos de
nuestras sociedades.
En la lengua se libran batallas, se disputan sentidos, se consolida lo
ganado y los nuevos modos de nombrar -estos que aparecen con tanta virulencia-
vuelven visibles los patrones de comportamiento social. Palabras o expresiones
que llegan para decir algo nuevo o para decir de otro modo algo viejo, porque
el lenguaje no es neutro, refleja la sociedad de la que formamos parte y se
defiende marcando, haciendo evidente que los valores de unos (rasgos de clase o
geográficos o de género o de edad…) no son los valores de todos. Algo que no
existía comienza a ser nombrado, algo que ya existía quiere nombrarse de otro
modo, verdadera revolución de la que no conocemos sus alcances, ni hasta dónde
irá, ni si abarcará un día a la mayor parte de la sociedad, a sus diversas
regiones, a las formas menos urbanas de nuestra lengua y a todos sus sectores
sociales. No podemos prever su punto de llegada, pero sí sabemos que está entre
nosotros de un modo tal que no podemos obviar. Lo que queda claro, lo
insoslayable, es que se trata de una cuestión política, de que la lengua
responde a la sociedad en la que vive, al momento histórico que transitan sus
hablantes, porque como dice también Victor Klemperer, El espíritu de una época
se define por su lengua. El asunto entonces es cómo se las ingeniará la lengua
para conservar un territorio común entre sus hablantes, para seguir siendo en
su diversidad, sus diferencias y su riqueza, un lugar de reunión, para usar el
nombre de un libro y de un poema de nuestro Alejandro Nicotra. La lengua es mía
pero no sólo mía, entonces cada uno de nosotros es dueño de la lengua, siempre
que tenga la conciencia suficiente como para advertir su componente social. Este
código compartido, este contrato entre hablantes, esta libertad tiene siempre
por límite el deseo de ser comprendidos, porque no hablamos solos ni para
nosotros sino para comunicarnos con otros.
Ante esa complejidad, sólo caben la diversidad y la flexibilidad; por
otra parte, la lengua nos da todo el tiempo muestras de saber transformarse sin
destruirse y, finalmente, sacudir el lenguaje, es – en palabras de Althusser-
una forma entre otras, de práctica política. Otra cuestión, el castellano como
lengua de las ciencias y del conocimiento. El posicionamiento del castellano
como lengua científica y filosófica, nos lleva a la disputa ante el inglés como
lengua dominante, a entrar en diálogo y tensión con otras lenguas y contra la
imposición de una lengua única para el universo científico. En fin, que el
mismo razonamiento sostenido en defensa de las variables americanas del
castellano ante su variante oficial, se aplicaría en este campo de disputa en
el que nuestro idioma está en condición de minoría con respecto a la lengua
oficial de las ciencias, el inglés como lengua única. Una tarea de principal
importancia es la recuperación del castellano como lengua del saber, lo que no
equivale a promover un provincianismo autoclausurado y estéril sino un
universalismo en castellano que se acompaña con el aprendizaje de muchas otras
lenguas para acceder a todas las culturas y entrar en interlocución con ellas
contra la imposición de una lengua única. El desarrollo del castellano como
lengua del saber, del pensamiento y del conocimiento académico postularía un
internacionalismo de otro orden, babélico y no monolingüe, y requeriría un
cambio radical en nuestra cultura de autoevaluación universitaria y científica,
dice el cordobés Diego Tatian y el argentino/mexicano Enrique Dussel, en su
libro Filosofías del sur, pregona que las diversas tradiciones se dispongan
para un auténtico y simétrico dilogo, gracias al cual cada una aprendería
muchos aspectos desconocidos, más desarrollados por otras tradiciones. Se
trataría de un mutuo enriquecimiento que exige situarse éticamente reconociendo
a todas las comunidades con iguales derechos de argumentación, superando los
centrismos hoy vigentes que llevan a la infecundidad y frecuentemente a la
destrucción de descubrimientos de otras tradiciones, dice. La amenaza de una
lengua de comunicación única es muy real. Contra esa amenaza, es necesario que
cada uno hable su lengua y más de una lengua, dice Bárbara Cassin. Lugar común
la lengua y el pensamiento, donde lo común no aspira a lo uniforme,
lo aceptado por todos ni lo ya dado, sino a un territorio que, abrigando
las singularidades, permita encontrar en un tesoro acumulado por generaciones
de escribientes y de hablantes, las palabras que nos permitan abrir la
historia, decir cosas nuevas y a la vez reconocer la radical igualdad de los
seres humanos.
Para ir cerrando
El lenguaje da acogida a la experiencia de los hombres, nos promete que
lo que se ha experimentado no desaparecerá del todo, dice John Berger. Una
novela, un cuento, un poema, dice también él, usan los mismos materiales que el
informe anual de una corporación multinacional. El hecho de que estén hechos
con casi las mismas palabras y similar sintaxis no significa más que el hecho
de que un faro y la celda de una prisión puedan construirse con piedras de la
misma cantera, unidas con el mismo cemento. En fin, que casi todo depende del
modo en que se articulan las palabras, el modo en el que cada uno de nosotros
se vincula con el lenguaje como lugar de reunión, en el convencimiento de que
él es –además de instrumento práctico- vehículo de expresión de la subjetividad
de un individuo y de una sociedad, tesoro fecundado por múltiples desvíos e
innovaciones, sostenido por generaciones de hablantes y escribientes como motor
de creación, factor de mutación, de transformación, para dar testimonio de lo
vivido e imaginado, de la ligazón con lo sagrado, la celebración de lo
acontecido y el lamento por lo perdido; en fin, para construir Memoria e
Historia.
Entre lo personal y lo político, lo privado y lo público, lo individual
y lo colectivo, crece esta lengua nuestra. Para que su energía no se pierda,
para que eso que habita en ella y es fácilmente corrompible, no pierda su
música, nervio o alma -la diversidad puesta a vivir en nuestras bocas-, ella se
distancia de lo oficial, de lo abstracto, lo general, lo convencional, en busca
de lo sepultado bajo capas de artificios, condicionamientos y convenciones,
porque cuando por mentirosa, farragosa, fangosa o inexacta, por excesiva,
hinchada, henchida o snob, por grandilocuente, críptica o burda, se corrompe la
relación entre las palabras y las cosas, todo el delicadísimo equilibro, todo
el misterioso artefacto, se desploma. La homogenización a través de una lengua,
la búsqueda de una lengua de nadie producto del capitalismo, dice Barbara
Cassin y nos advierte sobre la amenaza de un lenguaje único para la
comunicación. Necesitamos diversidad en las lenguas, como parte de la
diversidad de los ciudadanos. Cada palabra es el resultado de una historia y de
una serie de representaciones, pero solo adquiere su significado, que designa
una cosa y no otra, en su diferencia con otras palabras de la misma lengua.
Cada lengua tiene su forma de inventar, de inventariar, de describir, de
concebir, de comprender.
Una lengua es una energía y se inventa todo el tiempo. Sabemos que las
leyes son necesarias para sistematizar la lengua y enseñarla a las siguientes
generaciones, y sabemos también que una lengua está en permanente movimiento y
que, de no ser por esos movimientos, desvíos, disidencias y
transformaciones, estaríamos hablando hoy lenguas romances o latín vulgar…, de
hecho el castellano comenzó desobedeciendo, como lo muestran las Glosas
Emilianenses, esas anotaciones al margen en un códice escrito en latín, que en
el siglo X u XI algún monje hizo para aclarar algún pasaje, anotaciones en un
modo de decir en el que ya hablaba el pueblo pero que todavía no había pasado a
su forma escrita. En fin, que en una lengua cabe un mundo, y en ese mundo
caben los disensos y las luchas. Digo esto sabiendo del lugar en el que estoy,
deseando profundamente que unos y otros, de aquí o allá, podamos volvernos más
y más conscientes de que la uniformidad no es el camino para que la lengua que
compartimos se mantenga viva; pienso entonces en congresos de la lengua donde
el país receptor intervenga activamente en los contenidos, en un congreso que
revise su nombre, un congreso donde se discutan los beneficios económicos de la
enseñanza de castellano en el mundo y donde no se vuelva costumbre traducir en
un país el castellano de otro país, porque si hay riqueza en esta lengua
nuestra, esa riqueza no está en la rigidez sino en la posibilidad de aceptar la
potencia de lo diverso y de lo múltiple, la riqueza del permanente movimiento,
como sin ir más lejos han hecho los hablantes de lengua inglesa –donde la
estandarización proviene de la literatura, los medios y el uso- en sus
distintos modos de hablarlo y escribirlo. Necesitamos oírnos en nuestras
semejanzas y nuestras diferencias, en los múltiples meandros que ofrece este
idioma nuestro en el que Cervantes y Rulfo, Sor Juana, García Márquez, Gabriela
Mistral y Roa Bastos, Teresa de Ávila, Luis de Góngora, Elvira Orphée y José
Donoso, César Vallejo, Quevedo, Borges, Blanca Varela y Juana Castro, Gil de
Biedma, Lemebel, Lugones, Arguedas, Watanabe, Sara Gallardo y Onetti, Humberto
Akabal, Arlt, Saer y Rosario Castellanos, entre tantos otros… abrieron con mano
de seda y de hierro los intersticios de la lengua que de mil maneras les había
sido impuesta, para poder decir lo que aún no había sido dicho.
Alfabetizando a población chiriguana en la frontera salteña, nuestra
educadora María Saleme entendió que no servían las cartillas hechas en Buenos
Aires, que tenía que empezar por la palabra agua, porque el chiriguano es
hombre de río, y cuando lo hizo en los valles calchaquíes descubrió que la
palabra nudo no era agua, sino tierra. Adrian Bravi, escritor argentino de
lengua italiana, en un libro que se llama La gelosia della lingua cuenta acerca
de una tía que emigró a Argentina en un barco en el que faltó agua potable y
donde murieron casi todos los niños de brazos, una tía que podía contar lo vivido
en castellano pero al intentar decirlo en italiano, se quebraba porque al
evocarlo sus recuerdos tomaban vida propia.
¿Es borde la palabra? ¿O es orilla? ¿O es canto, o línea, o costa, o
ribera, o margen? Cada uno tiene sus razones para decir de uno u otro modo
porque la lengua es mía, pero no solamente mía. Esa lengua en la que nuestros
recuerdos toman vida propia, en la que podemos razonar y conmovernos, conocer y
cuestionarnos, aprender e imaginar, hasta que lo nombrado adquiera vida propia.
Porque, como en la parábola que relata Gershom Scholem, aunque no sepamos
encender el fuego ni encontrar aquel lugar en el bosque, ni seamos ya capaces
de rezar, podemos seguir contándonos unos a otros nuestras historias y la
Historia. Perder eso sería perdernos, sería una nueva forma de barbarie.
*El próximo Congreso de la Lengua se celebrará en
Arequipa, Perú, en 2022.
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