lunes, 6 de marzo de 2017

"En el medio de la nada", un buen relato para el final de esta movida en favor del Hospital Municipal y la gente

          En primer lugar quiero agradecer a todas las personas que colaboraron para que se pudieran realizar esta serie de artículos destinados a lograr que el Hospital Municipal vuelva a funcionar a pleno; agradecimiento que hago extensivo a todas las personas que respondieron las preguntas enviadas y a los lectores que, con sus comentarios, permitieron que se renovaran las energías para continuar con la tarea emprendida.              
          Por otra parte,  después de varios días de gestión, finalmente conseguí que Vero Fitt, autor del relato "En el medio de la nada" autorizara su publicación. Según mi apreciación, es bueno que esta joyita literaria sea el broche de oro para esta movida, realizada en favor del Hospital Municipal y los profesionales que contribuyeron a su expansión.    

En el medio de la nada 

           La lluvia había  amainado después de varios días. Seguramente ese era el motivo, por el cual, estábamos transitando por aquella situación bastante complicada. El jeep vehículo noble para semejante desafío, como dicen los paisanos, nos llevaba del anca al cogote.

          El camino real estaba cortado en varios tramos. Es sabido que cuando deja de llover, la huella  se lava y los primeros que pasan pueden sortear los pantanos con mejor suerte.

          -“Debe faltar poco, tenè cuidado”, me dijo, sin demostrar al menos en su voz, preocupación alguna. 
          Seguro su mente no estaba en el barro del camino o en la oscuridad de la noche. Había una instancia superior que la abstraía.  De ahí  las pocas palabras pronunciadas, muy raro en ella…

          -“Allá está” -dijo con alivio.


          Los vidrios empañados y el barro en los faros dificultaban la visibilidad. La silueta se agrandaba a medida que nos acercábamos. Un señor, pañuelo en mano lo agitaba, al tiempo que levantaba los brazos en alto, casi con animo de festejo. No era para menos, una mujer, movida por sus convicciones, su solidaridad, su nobleza, tan guapa como el que más, acompañada de un purretòn, estaban vaya a saber por qué vuelta del destino, con aquel paisano, el que  ya no estaba solo…


          Dejamos el jeep en la tranquera, saludos de por medio. Ella se puso al tanto de la situación, haciendo muchas preguntas. A pocos metros nos esperaba un vagoncito liviano, que se usa en el campo para las emergencias y vaya si ésta no era una muy especial.
           Dos caballitos zainos  a las varas y un tordillo moro, pelaje que cuesta definir hasta con la luz del día, sin saber si es más moro que tordillo, más tordillo que moro, este último  de ladero que ayuda cuando el carro se pone pesado. Al grito de  “Moro, Moro”, el pingo se iba hasta el suelo tirando, mientras que el paisano hacía sonar con maestría la azotera del látigo en el aire, que casi nunca tocaba al animal.

          Por formar parte de la "Cuenca deprimida del Salado", estos bajos son paso obligado del agua que va buscando su cauce natural, serpenteando hasta  desembocar en los arroyos de la zona. Ahí estábamos, en medio de un concierto de cantos de ranas, sapos y muchos otros difíciles de definir, que solo pueden explicar, aquellos que lo hayan vivido…


          Anduvimos  por aquellos cangrejales algunas horas, donde varias veces tuvimos que retomar la huella que se perdía en el agua tendida y que  los zainos y el tordillo vadeaban sin detenerse.   
          -“Estamos llegando,” dijo don Amores. 

          Unas pocas plantas servían de reparo a un ranchito de dos aguas, techo de paja, paredes de barro, construido quien sabe cuando, en una de las pocas lomas que cobijan,  en épocas de inundación, animales y gente.

           -“Caliente agua y busque las toallas que tenga y algunas sábanas,” le dijo levantando el tono de su voz, y se encaminó hacia el rancho en donde asomaba tenue, la luz de un candil.

         
            A pocos metros del carro, estuve un buen rato; un cachorro me lamía la mano, ya estaba amaneciendo. Junto con el alba y las primeras luces, se sintió el llanto y después unas corridas.

          Una vez más, como tantas otras veces, sin recursos, sólo acompañada de su fe, su convicción y su nobleza “Catita, Cata, Catucha.” salió de aquel ranchito de paja y barro, perdido en los cangrejales de la pampa, “en medio de la nada”.   

         
         Al medio día, ya de regreso por el camino real, distendida, descalza por el dolor de sus pies cansados, apretaba entre sus manos un paquete.
        -¿Qué llevas ahí? pregunté mientras volanteaba el jeep que Fito generosamente le prestaba.
       -Son dos chorizos y unos huevos frescos que me regaló don Amores, contestó dibujándosele una sonrisa contagiosa.


          A veces pienso: "la pucha”, ¡vaya fragua para templar  mortales! 
Vero Fitt  

                                                                                                                                           (relato extraído del "Club de los cuentos")     

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