Alrededor de
1925, la familia formada por José Artista Fittipaldi y Antonia Capdevila con
cinco hijos se instalaron en el recién construido Matadero Municipal, ubicado
en la calle Juan F. Marmissolle al fondo, sección quintas. Los restantes hijos –entre
los que me incluyo- hasta completar el número de ocho, nacieron en la casa - habitación
que existía en el lugar.
¿Cómo era el
primer Matadero Municipal? El lugar destinado a la faena constaba de un corral,
la manga, un tinglado, las cámaras sépticas y un molino que llevaba el
agua a un tanque australiano y a otro
que estaba ubicado sobre el tinglado. Desde allí, por cañerías construidas al
efecto, se llevaba el agua a las canillas para que los carniceros pudieran lavar los
animales faenados.
¿Y la
actividad? Después del Remate Feria, los carniceros traían algunos animales que soltaban en la quinta.
Cada mañana, los peones venían a
encerrar las vacas que se iban a carnear ese día. Estas pastaban plácidamente, ajenas al futuro que les
esperaba.
Este
proceso era todo un espectáculo. Los
peones, a los gritos, las iban cercando hasta llevarlas lentamente al gran
corral de madera, con la parte superior de hierro para que las vacas ariscas,
no se escaparan. Quedaba entendido que el animal a faenar no podía ser golpeado
ni llevado a gran velocidad por las
alteraciones que se producían en la carne. De ahí que el trabajo que realizaban
los peones “encerradores” y/o “achuradores”, era de vital importancia. Los más
conocidos eran el “Viejo Vásquez”, y “Estrella de Oro”, de apellido Rodríguez,
gente muy trabajadora y respetuosa, aunque Vásquez, si bien no tocaba a las
vacas con el látigo, les decía un rosario de malas palabras que hacía reír al
que lo escuchaba.
Los
animales permanecían en el corral hasta las tres de la tarde en punto, en que
se iniciaba la actividad. Un poco antes
de esa hora, empezaban a llegar los carniceros con sus carros que ubicaban en
el lugar asignado. Luego llegaba el sargento Ortiz en bicicleta. Su trabajo era
controlar las marcas y señales para que
no se faenara ganado ajeno. Finalmente
con la llegada del Veterinario y el
Inspector Municipal, se iniciaba la tarea.
Después que el
carnicero señalara la vaca que iba a carnear, la entraban a la manga sobre una zorra que, una vez muerto el animal,
corría por unos rieles para dejar la carga en el lugar correspondiente. Después
de carnearla, la levantaban con un gran aparejo. Allí la lavaban con unas
mangueras donde el agua que salía con fuerte presión, después corría hacía las
cámaras sépticas
Recién
ahí, pasaba el Veterinario para comprobar la salud del animal. Si se
presentaban problemas se decomisaban en parte y en algunos casos la vaca entera.
Cuando el animal estaba sano pasaba el inspector municipal y le colocaba un
sello que decía Apta para el consumo – Municipalidad de Tapalqué.
El Matadero Municipal tenía un
diseño adelantado para la época. Algunas partes funcionaban parcialmente, tal
vez porque la actividad era superior a la capacidad prevista
Además de ser Encargado del
Matadero Municipal – Don José, como le llamaban respetuosamente todos-,
cultivaba una quinta con la sabiduría heredada de sus padres gringos. La tierra
de la quinta no era fértil, pero ellos se ingeniaron, con los conocimientos
heredados de sus mayores, para convertirla en un vergel. Un gran cuadro de choclos;
una sección destinada a sandías y melones -la cosecha más apetecida-; la huerta
donde se cultivaba todo tipo de verduras para el consumo familiar y la siembra
de girasol o pasturas para alimentar los
animales, más los añosos eucaliptos, le daban al lugar el encanto que produce
la naturaleza en todo su esplendor.
Cuando el Dr. Arenaza fue
Comisionado Municipal, dispuso que se hiciera un vivero en un sector de la quinta. Se plantaron largas hileras de
retoños de fresnos que luego se utilizaban para colocar en las calles del pueblo o reemplazar los
ejemplares que se habían secado. La
frescura proveniente de los árboles y
del riego que se practicaba diariamente, lo constituían en el lugar ideal para
tomar mate, en las cálidas tardes de verano.
Muchas fueron las personas que
pasaron por el Matadero. Entre ellas, el Dr.
Pablo Minellono, baluarte de la Cultura (no se entiende como todavía
Tapalqué no le ha rendido el homenaje que se merece). Llegaba cargado de libros
que la familia, desde el primero al último, leía con avidez.
Entre los Inspectores Municipales,
se desempeñó don Américo Gianola, Político conservador, hombre de fortuna,
venido a menos, ejercía con dignidad su cargo. Un señor, que siempre se hacía tiempo para charlar de
los más diversos e interesantes temas. Con los años, uno de sus hijos fue
representante de Juan Domingo Perón en la Argentina, cuando éste estaba en el
exilio.
Toda esta
gente: funcionarios, carniceros y achuradores, se sentían como protectores y
custodios de los más chicos de la familia. Y
allá iban a contarle a “Don José” cuando veían que estaban haciendo lo
que ellos consideraban una travesura: bajando fruta a la hora de la siesta de
los numerosos árboles frutales, trepándose al molino o cualquier otra aventura riesgosa.
Los Fitti - Cap. vivieron en el
Matadero por algo más de 20 años. Criaron una numerosa familia y con trabajo y
sacrificio los hicieron estudiar, que no
es poca cosa dada su situación económica.
En noviembre de 1946 falleció Don José, a los 55 años de edad. Las
autoridades, de ese momento, estaban muy apuradas para que se desocupara la
casa y en menos de tres meses la familia tuvo que partir. La escasa
sensibilidad de los mandantes les
impedía comprender, cuánto costaba, dejar atrás, en tan poco tiempo, un lugar
que formaba parte de sus vidas. …………………………………………………………………………………………………………………………………………………….
*Una anécdota: Pasaron los años. Ya en La Plata, con
una amiga tapalquenera, solíamos participar de
unas excursiones que se hacían a Capital Federal. Íbamos al teatro y después a cenar a un restaurant porteño. En
una oportunidad nos tocó compartir la mesa con un Veterinario y su esposa. Al
mencionar a Tapalqué nos dijo:
“Yo fui
Veterinario del Matadero Municipal, por poco tiempo. Un día que había
decomisado una vaca entera, se enojaron los carniceros y se me vinieron encima, cuchillo
en mano. El encargado del Matadero se puso delante de mí, con una pala ancha en
la mano y les hizo frente. Fue suficiente para que al verlo, los carniceros se
fueran retirando, poco a poco. ¡Cómo lo respetaban los carniceros a ese hombre!
¡Me salvó la vida! Al día siguiente presenté la renuncia y me volví a La Plata”
……………………………………………………………………………………………………………………………………………
*Un relato:
(Se
transcribe (abreviado) un relato publicado, hace poco, en el “Club de los Cuentos” que hemos formado en
Yahoo Groups, donde escribe toda la familia).
Recuerdos fragmentados
-¡Arriba,
muchachos! ¡Arriba! ¡Son las siete…! ¡Ya hay que levantarse…! La madre, acarreaba
el mate para los que iban a trabajar, así se ponían en movimiento, más rápidamente.
Primero, se levantaban los que cumplían horario, luego los que hacían alguna tarea en la casa y por último los más chicos. Los padres ya estaban en pie desde la salida del sol.
Primero, se levantaban los que cumplían horario, luego los que hacían alguna tarea en la casa y por último los más chicos. Los padres ya estaban en pie desde la salida del sol.
La menor de la
familia, rebelde por naturaleza, le preguntaba: ----Mamá,
lo que yo no entiendo, es por qué si estamos de vacaciones, nos tenemos que
levantar tan temprano.
-Ah -decía y una pequeña sonrisa le iluminaba
el rostro- porque los criollos se levantan al amanecer.
La
niña, escasos seis años, ni se le ocurría pensar qué si portaban un apellido con doble TT, las
costumbres de la casa tenían que ser italianas y no criollas. Años más tarde,
recién se enteraría del proceso de
inmigración, la confluencia de nacionalidades y el “crisol de razas” que
hicieron de la Argentina, un país distinto. Pero esa mañana, las disquisiciones pertenecían al futuro y ninguna de
las costumbres habituales, acontecían.
El silencio se había adueñado de la casa.
Es más, tiempo después se dio cuenta, de que era el silencio, penetrante y
abismal, lo que la había despertado. Se quedó esperando la orden de fajina
-¡arriba muchachos!- pero pasaban los minutos y nada se oía.
El
sol trajo un soplo de esperanza en la fría mañana de julio. Tímidos rayos
asomaban en la galería. Si continuaba alumbrando durante el día, había
posibilidad de salir a corretear por los piquillines en flor, perseguir
mariposas de bellos colores o descubrir el nido que la tera escondía sagaz y
reiteradamente.
De pronto oyó
unos pasos. Alguien entró en la habitación. Entreabrió un ojo para identificar
al visitante. Con sorpresa vio pasar a su padre pálido, demudado, con los ojos
brillantes, con el revólver apuntando para abajo. Don José como lo llamaban
todos, se detuvo frente al mueble, le
sacó las balas al revólver y lo arrojó como con bronca en la caja donde lo
guardaba y que, como tantas otras cosas en la casa, estaba prohibido
tocar.
Cuando
el padre salió de la habitación, la niña, más pronto que ligero, se largó de la
cama y se acercó al mueble. El arma despedía un acre olor a pólvora. Se vistió
a los apurones y salió para ver que había pasado. Su mente fantasiosa,
imaginaba miles de escenas truculentas. Pero la casa seguía guardando su
secreto, cómplice del silencio que conservaba la familia toda.
Cuando quiso
salir al patio los hermanos la rodearon y la invitaron a ir a la casa de unos
amigos que vivían en las cercanías.
- ¿Están
seguros que tenemos permiso?
- Sí -le
respondieron- mamá necesita que le presten una olla para hacer dulce de leche.
La posibilidad
de comer dulce de leche casero ¡delicioso!, le hicieron posponer todas las
preguntas que revoloteaban en su mente. Al volver, advirtió que no traían
ninguna olla. Más aún, al llegar observó que la olla grande de hierro donde,
tradicionalmente, se cocinaban los dulces, la miraba con su cara tiznada, como
burlándose, desde la cocina. Pero lo que era peor, lo notó enseguida, el
caballo ya no estaba echado al pie de la parva
de pasto.
En la quinta
había varios caballos, entre ellos el “Tordillo”, animal manso, elegido para
pasear a las más pequeñas de la familia. Mamá las subía a las dos, tal vez
impaciente, porque aún no sabían cabalgar ni mostraban ningún apuro por
aprender.
-¡Cómo puede
ser– decía la Madre- cuando Carmelito a
los cinco años era un experto jinete.
¿Viste? -le
respondía el padre- te salieron puebleras. -Y se reía.
El caballo, la
seguía mansamente por donde la madre iba, llevando la preciada carga.
El “Tordillo”
era muy querido por todo el vecindario. Hasta allí llegaban los amigos o conocidos a pedirlo prestado,
cuando tenían que trasladarse al pueblo por un problema urgente o para llamar al
médico. Para allá salía velozmente, el noble animal, como si supiera que de su
velocidad dependía una vida.
Pero todo cambió
cuando empezó a envejecer. Al principio lentamente se acercaba al pasto seco y
arrancaba briznas que trituraba con dificultad. Después, cuando se echó cerca
de la parva, estiraba la cabeza para comer.
La pequeña se
pasaba horas junto al caballo diciéndole palabras de aliento o contándole historias
imaginarias. Últimamente, el padre le había enseñado como arrancar el pasto de
la parva para colocarle un montoncito de comida o darle de comer en la boca y acercarle el balde de agua para que
bebiera. Ella, chiquita que casi no se veía del suelo, cumplía la tarea con
religiosa puntualidad.
-¿Mamá ¿por qué
el Tordillo no se levanta?
-Porque
ya no tiene fuerzas, hija. Se ha puesto viejo.
Y en su voz, se
notaba la tristeza que la embargaba. Criada en el campo, amaba los caballos.
Los sabía montar como las amazonas, con prestancia y donaire, no como las
pequeñas, que se abrazaban al pescuezo para no caerse.
-Mamá ¿por qué
no lo despenan?- preguntaba la hermana
may
-Nadie lo quiere matar, hija, porque los ha ayudado cuando lo necesitaban.
-Nadie lo quiere matar, hija, porque los ha ayudado cuando lo necesitaban.
-¿Y
por qué no le dicen al Viejo Vásquez? Seguro que él se va a animar.
-Ya
le dijo tu papá, pero no quiere.
No, don José –le dijo- al tordillo no. Si me habrá sacao de apuros. Gracias a él pude traer el médico cuando mi mujer tuvo
aquel ataque que casi se muere. Al tordillo no. No cuente conmigo.
Pasó el tiempo.
Y no se habló más del caballo, en las reuniones familiares.
Ya grande,
trozos de conversaciones escuchadas aquí o allá; recuerdos aislados, relatos
inconclusos; palabras incomprensibles en su momento; interrogantes que a través
del tiempo encuentran su respuesta, permitieron
que los fragmentos empezaran a juntarse y la hicieron aproximarse a la verdad. Hasta
que un día escuchó una zamba por la radio:
“Ta’ muy malo el corralero, /que hay en el
potrero, / como viejo está/ hay que ayudarlo a que muera/para que no sufra más/siempre
fuiste el más certero/y por eso debes su mal aliviar.
Junto al estero del bajo, / lo encontré
tendido, /casi al expirar, /me acerqué muy lentamente, /y se lo quise explicar,/pero
al verlo resignado,/me tembló la mano,/ y me puse a llorar…
Y esas palabras
le permitieron reconstruir la historia. Recordó la ausencia del “Tordillo”, el
silencio, las evasivas y explicaciones inconclusas de la familia. Retornó el
olor acre y “azufranado” del revólver. Revivió la cara del padre, su palidez,
sus ojos brillantes y su angustia. Y valoró, aún más, su fortaleza y su dolor
callado.
GSF
4 comentarios:
Excelente relato!! Felicitaciones.
M. M.
¡Gracias! G.
Hola buenisimo el relato. Si nos permiten resubir la foto en nuestro sitio http://www.facebook.com/tapalque.deayer
obvio que mencionando la fuente de donde la sacamos, para que la gente pueda ver la historia del matadero municipal. Esperamos con ansias su respuesta a nuestro sitio en FB
http://www.facebook.com/tapalque.deayer.
Muchas Gracias y hermosa Fotooooo!!!!!!!!!!
Sí, encantada. Pueden subirla. Estuve averiguando como enviar a "Tapalqué de ayer" otras fotos antiquísimas que tengo. Pronto las envío. G. F.
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