domingo, 12 de mayo de 2013

Recuerdos del "Viejo Matadero Municipal"



Alrededor de 1925, la familia formada por José Artista Fittipaldi y Antonia Capdevila con cinco hijos se instalaron en el recién construido Matadero Municipal, ubicado en la calle Juan F. Marmissolle al fondo,  sección quintas. Los restantes hijos –entre los que me incluyo- hasta completar el número de ocho, nacieron en la casa - habitación que existía en el lugar.
¿Cómo era el primer Matadero Municipal? El lugar destinado a la faena constaba de un corral, la manga, un tinglado, las cámaras sépticas y un molino que llevaba el agua  a un tanque australiano y a otro que estaba ubicado sobre el tinglado. Desde allí, por cañerías construidas al efecto, se llevaba el agua a las canillas  para que los carniceros pudieran lavar los animales faenados.
¿Y la actividad? Después del Remate Feria, los carniceros  traían algunos  animales que soltaban  en la quinta.  Cada mañana, los peones  venían a encerrar las vacas que se iban a carnear ese día. Estas  pastaban plácidamente, ajenas al futuro que les esperaba.
                Este proceso era todo un espectáculo.  Los peones, a los gritos, las iban cercando hasta llevarlas lentamente al gran corral de madera, con la parte superior de hierro para que las vacas ariscas, no se escaparan. Quedaba entendido que el animal a faenar no podía ser golpeado ni  llevado a gran velocidad por las alteraciones que se producían en la carne. De ahí que el trabajo que realizaban los peones “encerradores” y/o “achuradores”, era de vital importancia. Los más conocidos eran el “Viejo Vásquez”, y “Estrella de Oro”, de apellido Rodríguez, gente muy trabajadora y respetuosa, aunque Vásquez, si bien no tocaba a las vacas con el látigo, les decía un rosario de malas palabras que hacía reír al que lo escuchaba.
                Los animales permanecían en el corral hasta las tres de la tarde en punto, en que se iniciaba la actividad.  Un poco antes de esa hora, empezaban a llegar los carniceros con sus carros que ubicaban en el lugar asignado. Luego llegaba el sargento Ortiz en bicicleta. Su trabajo era  controlar las marcas y señales para que no se faenara ganado ajeno.  Finalmente con  la llegada del Veterinario y el Inspector Municipal, se iniciaba la tarea.
Después que el carnicero señalara la vaca que iba a carnear, la entraban a la manga  sobre una zorra que, una vez muerto el animal, corría por unos rieles para dejar la carga en el lugar correspondiente. Después de carnearla, la levantaban con un gran aparejo. Allí la lavaban con unas mangueras donde el agua que salía con fuerte presión, después corría hacía las cámaras sépticas
  Recién ahí, pasaba el Veterinario para comprobar la salud del animal. Si se presentaban problemas se decomisaban en parte y en algunos casos la vaca entera. Cuando el animal estaba sano pasaba el inspector municipal y le colocaba un sello que decía Apta para el consumo – Municipalidad de Tapalqué.
El Matadero Municipal tenía un diseño adelantado para la época. Algunas partes funcionaban parcialmente, tal vez porque la actividad era superior a la capacidad prevista

Además de ser Encargado del Matadero Municipal – Don José, como le llamaban respetuosamente todos-, cultivaba una quinta con la sabiduría heredada de sus padres gringos. La tierra de la quinta no era fértil, pero ellos se ingeniaron, con los conocimientos heredados de sus mayores, para convertirla en un vergel. Un gran cuadro de choclos; una sección destinada a sandías y melones -la cosecha más apetecida-; la huerta donde se cultivaba todo tipo de verduras para el consumo familiar y la siembra de girasol o pasturas para  alimentar los animales, más los añosos eucaliptos, le daban al lugar el encanto que produce la naturaleza en todo su esplendor.
Cuando el Dr. Arenaza fue Comisionado Municipal, dispuso que se hiciera un vivero en un sector  de la quinta. Se plantaron largas hileras de retoños de fresnos que luego se utilizaban para colocar  en las calles del pueblo o reemplazar los ejemplares que se habían secado.  La frescura proveniente de  los árboles y del riego que se practicaba diariamente, lo constituían en el lugar ideal para tomar mate, en las cálidas tardes de verano.
Muchas fueron las personas que pasaron por el Matadero. Entre ellas, el Dr.  Pablo Minellono, baluarte de la Cultura (no se entiende como todavía Tapalqué no le ha rendido el homenaje que se merece). Llegaba cargado de libros que la familia, desde el primero al último, leía con avidez.
Entre los Inspectores Municipales, se desempeñó don Américo Gianola, Político conservador, hombre de fortuna, venido a menos, ejercía con dignidad su cargo. Un señor,  que siempre se hacía tiempo para charlar de los más diversos e interesantes temas. Con los años, uno de sus hijos fue representante de Juan Domingo Perón en la Argentina, cuando éste estaba en el exilio. 
Toda esta gente: funcionarios, carniceros y achuradores, se sentían como protectores y custodios de los más chicos de la familia. Y  allá iban a contarle a “Don José” cuando veían que estaban haciendo lo que ellos consideraban una travesura: bajando fruta a la hora de la siesta de los numerosos árboles frutales, trepándose  al molino o cualquier otra aventura  riesgosa.
Los Fitti - Cap. vivieron en el Matadero por algo más de 20 años. Criaron una numerosa familia y con trabajo y sacrificio  los hicieron estudiar, que no es poca cosa dada su situación económica.  En noviembre de 1946 falleció Don José, a los 55 años de edad. Las autoridades, de ese momento, estaban muy apuradas para que se desocupara la casa y en menos de tres meses la familia tuvo que partir. La escasa sensibilidad de los mandantes  les impedía comprender, cuánto costaba, dejar atrás, en tan poco tiempo, un lugar que formaba parte de sus vidas. …………………………………………………………………………………………………………………………………………………….
                *Una anécdota: Pasaron los años. Ya en La Plata, con una amiga tapalquenera, solíamos participar de  unas excursiones que se hacían a Capital Federal. Íbamos al teatro  y después a cenar a un restaurant porteño. En una oportunidad nos tocó compartir la mesa con un Veterinario y su esposa. Al mencionar a  Tapalqué nos dijo:
“Yo fui Veterinario del Matadero Municipal, por poco tiempo. Un día que  había  decomisado una vaca entera, se enojaron  los carniceros y se me vinieron encima, cuchillo en mano. El encargado del Matadero se puso delante de mí, con una pala ancha en la mano y les hizo frente. Fue suficiente para que al verlo, los carniceros se fueran retirando, poco a poco. ¡Cómo lo respetaban los carniceros a ese hombre! ¡Me salvó la vida! Al día siguiente presenté la renuncia  y me volví a La Plata”
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*Un relato: 
(Se transcribe (abreviado) un relato publicado, hace poco, en  el “Club de los Cuentos” que hemos formado en Yahoo Groups, donde escribe toda la familia).
Recuerdos fragmentados
-¡Arriba, muchachos! ¡Arriba! ¡Son las siete…! ¡Ya hay que levantarse…! La madre, acarreaba el mate para los que iban a trabajar, así se ponían en movimiento, más rápidamente. 
 Primero, se levantaban los que cumplían horario, luego los que hacían alguna tarea en la casa y por último los más chicos. Los padres ya estaban en pie desde la salida del sol.
  La menor de la familia, rebelde por naturaleza, le preguntaba:                                                       ----Mamá, lo que yo no entiendo, es por qué si estamos de vacaciones, nos tenemos que levantar  tan temprano.
 -Ah -decía y una pequeña sonrisa le iluminaba el rostro- porque los criollos se levantan al amanecer.
                La niña, escasos seis años, ni se le ocurría pensar  qué si portaban un apellido con doble TT, las costumbres de la casa tenían que ser italianas y no criollas. Años más tarde, recién se enteraría del  proceso de inmigración, la confluencia de nacionalidades y el “crisol de razas” que hicieron de la Argentina, un país distinto. Pero esa mañana, las disquisiciones pertenecían al futuro y ninguna de las costumbres habituales, acontecían.
El silencio se había adueñado de la casa. Es más, tiempo después se dio cuenta, de que era el silencio, penetrante y abismal, lo que la había despertado. Se quedó esperando la orden de fajina -¡arriba muchachos!- pero pasaban los minutos y nada se oía.   
                El sol trajo un soplo de esperanza en la fría mañana de julio. Tímidos rayos asomaban en la galería. Si continuaba alumbrando durante el día, había posibilidad de salir a corretear por los piquillines en flor, perseguir mariposas de bellos colores o descubrir el nido que la tera escondía sagaz y reiteradamente.
               
De pronto oyó unos pasos. Alguien entró en la habitación. Entreabrió un ojo para identificar al visitante. Con sorpresa vio pasar a su padre pálido, demudado, con los ojos brillantes, con el revólver apuntando para abajo. Don José como lo llamaban todos,  se detuvo frente al mueble, le sacó las balas al revólver y lo arrojó como con bronca en la caja donde lo guardaba y que, como tantas otras cosas en la casa, estaba prohibido tocar.                                                  
                Cuando el padre salió de la habitación, la niña, más pronto que ligero, se largó de la cama y se acercó al mueble. El arma despedía un acre olor a pólvora. Se vistió a los apurones y salió para ver que había pasado. Su mente fantasiosa, imaginaba miles de escenas truculentas. Pero la casa seguía guardando su secreto, cómplice del silencio que conservaba la familia toda.
Cuando quiso salir al patio los hermanos la rodearon y la invitaron a ir a la casa de unos amigos que vivían en las cercanías.
- ¿Están seguros que tenemos permiso?            
- Sí -le respondieron- mamá necesita que le presten una olla para hacer dulce de leche.
La posibilidad de comer dulce de leche casero ¡delicioso!, le hicieron posponer todas las preguntas que revoloteaban en su mente. Al volver, advirtió que no traían ninguna olla. Más aún, al llegar observó que la olla grande de hierro donde, tradicionalmente, se cocinaban los dulces, la miraba con su cara tiznada, como burlándose, desde la cocina. Pero lo que era peor, lo notó enseguida, el caballo ya no estaba echado al pie de la parva  de pasto.
               
               
En la quinta había varios caballos, entre ellos el “Tordillo”, animal manso, elegido para pasear a las más pequeñas de la familia. Mamá las subía a las dos, tal vez impaciente, porque aún no sabían cabalgar ni mostraban ningún apuro por aprender.

-¡Cómo puede ser– decía la Madre- cuando Carmelito  a los cinco años era un experto jinete.
¿Viste? -le respondía el padre- te salieron puebleras. -Y se reía.
El caballo, la seguía mansamente por donde la madre iba, llevando la preciada carga.


El “Tordillo” era muy querido por todo el vecindario. Hasta allí llegaban  los amigos o conocidos a pedirlo prestado, cuando tenían que trasladarse al pueblo por un problema urgente o para llamar al médico. Para allá salía velozmente, el noble animal, como si supiera que de su velocidad dependía una vida.

Pero todo cambió cuando empezó a envejecer. Al principio lentamente se acercaba al pasto seco y arrancaba briznas que trituraba con dificultad. Después, cuando se echó cerca de la parva, estiraba la cabeza para comer.
La pequeña se pasaba horas junto al caballo diciéndole palabras de aliento o contándole historias imaginarias. Últimamente, el padre le había enseñado como arrancar el pasto de la parva para colocarle un montoncito de comida o darle de comer en  la boca y acercarle el balde de agua para que bebiera. Ella, chiquita que casi no se veía del suelo, cumplía la tarea con religiosa puntualidad.          
     
-¿Mamá ¿por qué el Tordillo no se levanta?
-Porque ya no tiene fuerzas, hija. Se ha puesto viejo. 

Y en su voz, se notaba la tristeza que la embargaba. Criada en el campo, amaba los caballos. Los sabía montar como las amazonas, con prestancia y donaire, no como las pequeñas, que se abrazaban al pescuezo para no caerse.
                 
-Mamá ¿por qué no lo despenan?- preguntaba  la hermana may
-Nadie lo quiere matar, hija, porque los ha ayudado cuando lo necesitaban.
-¿Y por qué no le dicen al Viejo Vásquez? Seguro que él se va a animar.
-Ya le dijo tu papá, pero no quiere. No, don José –le dijo- al tordillo no. Si me habrá sacao de apuros. Gracias a él pude traer el médico cuando mi mujer tuvo aquel ataque que casi se muere.  Al tordillo no. No cuente conmigo.

Pasó el tiempo. Y no se habló más del caballo, en las reuniones familiares.

Ya grande, trozos de conversaciones escuchadas aquí o allá; recuerdos aislados, relatos inconclusos; palabras incomprensibles en su momento; interrogantes que a través del tiempo encuentran su respuesta,  permitieron que los fragmentos empezaran a juntarse y la hicieron aproximarse a la verdad. Hasta que un día escuchó una zamba por la radio:
“Ta’ muy malo el corralero, /que hay en el potrero, / como viejo está/ hay que ayudarlo a que muera/para que no sufra más/siempre fuiste el más certero/y por eso debes su mal aliviar.
Junto al estero del bajo, / lo encontré tendido, /casi al expirar, /me acerqué muy lentamente, /y se lo quise explicar,/pero al verlo resignado,/me tembló la mano,/ y me puse a llorar…
Y esas palabras le permitieron reconstruir la historia. Recordó la ausencia del “Tordillo”, el silencio, las evasivas y explicaciones inconclusas de la familia. Retornó el olor acre y “azufranado” del revólver. Revivió la cara del padre, su palidez, sus ojos brillantes y su angustia. Y valoró, aún más, su fortaleza y su dolor callado.  
GSF            

4 comentarios:

M. M. dijo...

Excelente relato!! Felicitaciones.
M. M.

Gladis Stella Fittipaldi dijo...

¡Gracias! G.

por siempre junto a vos dijo...

Hola buenisimo el relato. Si nos permiten resubir la foto en nuestro sitio http://www.facebook.com/tapalque.deayer

obvio que mencionando la fuente de donde la sacamos, para que la gente pueda ver la historia del matadero municipal. Esperamos con ansias su respuesta a nuestro sitio en FB

http://www.facebook.com/tapalque.deayer.

Muchas Gracias y hermosa Fotooooo!!!!!!!!!!

Tapalqueneros dijo...

Sí, encantada. Pueden subirla. Estuve averiguando como enviar a "Tapalqué de ayer" otras fotos antiquísimas que tengo. Pronto las envío. G. F.