Pronunciamiento de PLATAFORMA 2012
16 de Abril de 2013
Desde Plataforma 2012 estamos convencidos de que existen las bases
sociales necesarias para forjar un acuerdo amplísimo en favor de una
reforma judicial: una reforma que comprenda a la justicia en sus bases,
en sus estructuras, en su sustancia y en su forma. Sin embargo, la
reforma judicial que busca imponer el gobierno presenta graves defectos
tanto de fondo o sustancia, como de forma. Entre sus defectos de fondo
se destaca que dicha reforma contradice los intereses de los sectores
más desprotegidos de la sociedad. Entre sus defectos de forma, tal como
está planteada, la reforma representa un agravio en términos de
procedimiento democrático.
El sentido común exige que una reforma significativa de las reglas que
ordenan la vida pública sea debatida y acordada por el mayor número
posible de personas, y no por una elite o un sector político, con
desconocimiento o desprecio de lo que piense el resto. Por si la
invocación al sentido común no bastara, podría agregarse que nuestra
Constitución exige exactamente lo mismo (arts. 78, 83, 100 inc. 9 o
106): en el Congreso, las leyes deben ser el resultado de la discusión y
el acuerdo de los distintos grupos, previo a cualquier votación. Una
mera parodia de debate (a la que nos tiene habituados el gobierno
actual, a través de situaciones en donde la oposición se queja y el
oficialismo sólo espera su tiempo para imponer en la votación su
voluntad, sin modificaciones), no representa sólo una falta de respeto a
los que piensan diferente: representa una violación de la Constitución,
que merece ser reconocida y sancionada como tal, esto es, con la
declaración de inconstitucionalidad del acto.
Empecemos por lo que la reforma propone respecto de las medidas
cautelares. Las cautelares nacieron para favorecer a los ciudadanos más
débiles frente al poder estatal. Por esa razón las dictaduras fueron
hostiles a ellas. Por eso Domingo Cavallo se sintió molesto con ellas.
Por eso el macrismo tiene -e impulsa- un proyecto similar en la
Legislatura porteña. Por eso, durante los `90 los sindicatos recurrieron
habitualmente a ellas para frenar las políticas de flexibilidad
laboral. Por eso, en la crisis de 2001-2002 los jubilados, los
trabajadores y las clases medias en general, recurrieron también a ellas
para evitar que el Estado les arrebatara sin justificación sus ahorros.
Por eso, en la actualidad, las comunidades indígenas, las asambleas
ciudadanas y las organizaciones sociales y ambientales recurren a ellas,
para lograr frenar el despojo y destrucción de sus territorios, el
peligro de la contaminación, así como para demandar el acceso a la
vivienda, entre tantos otros Derechos Humanos vulnerados.
De ningún modo los abusos que algunos jueces pueden cometer con las
cautelares (abusos como los que pueden cometer con cualquier instrumento
que tienen a su alcance) puede llevarnos a justificar la virtual
anulación de las mismas, que es lo que hoy se propone. No sólo porque
ningún proceso puede resolverse en 6 meses (3 meses en los amparos)
sino, además, por el hecho de imponer una caución real previa al dictado
de la medida (sólo quienes tengan dinero podrán tutelar sus derechos) y
el efecto suspensivo de la apelación por parte del Estado (es decir,
que con sólo apelar se suspenden los efectos de la medida cautelar).
Mucho peor que ello, el proyecto presentado por el gobierno alienta las
cautelares que por otro lado combate, ya que el Estado podría
utilizarlas contra los trabajadores en huelga o contra militantes en
acción de protesta. Así sucede, conforme con lo establecido por el
artículo 17 del proyecto, que ninguna lectura progresista de la reforma
puede dejar de reconocer como inaceptable.
Sigamos entonces con otra de las reformas propuestas: la creación de más
instancias. ¿Cuál es la justificación de las mismas, en términos
democráticos y de justicia social? ¿Cuál es la justificación de las
mismas, cuando lo que se logra no es lo que precisamente se invoca
-combatir a la corporación judicial- sino aumentar su poder y su número?
De este modo, la reforma burocratiza aún más e innecesariamente, en
lugar de democratizar, como es debido, a la justicia.
Lo que está en juego resulta ser mucho más grave que lo sugerido: para
las clases trabajadoras, para los jubilados, para los desprotegidos,
esta medida no conlleva ningún beneficio. Por el contrario, implica
graves perjuicios: los juicios prometen prolongarse, cuando ni los
obreros ni los jubilados ni los miembros de una comunidad indígena están
en condiciones de iniciar y mantenerse en litigio (cuando han
conseguido iniciarlo) más que un breve tiempo. Cualquier promesa de
tornar el proceso más largo lo único que hace es aumentar,
proporcionalmente, el poder de extorsión de las clases dominantes que,
por el contrario, sí puede soportar -cuando no alientan directamente- la
extensión de plazos y la no finalización de juicios que puedan
perjudicarlos. En esas condiciones, las clases dominantes pueden,
simplemente, forzar a los más débiles a resolver el conflicto a través
de arreglos extrajudiciales, objetivamente inconvenientes para los más
desaventajados.
Por otro lado, tomemos el caso de la elección popular de los miembros
del Consejo de la Magistratura. En primer lugar, existe un acuerdo muy
extendido dentro de la comunidad jurídica (abarcando, notablemente, a
sectores afines al oficialismo) en que la elección propuesta entra en
conflicto con el texto de la Constitución y la intención de sus
creadores. En segundo lugar, debe decirse que, en el mejor de los casos,
la reforma de la Magistratura se propone “emparchar” una institución
que funciona mal, y a través de modos que no atacan la raíz de sus
males. Pocos años atrás, el oficialismo nos quiso convencer de que el
Consejo de la Magistratura debía reducirse, porque el alto número de sus
miembros impedía su buen funcionamiento. Hoy, la reforma propuesta casi
duplica en número a sus integrantes, invocando los mismos argumentos de
eficiencia que antes se invocaban para reducirlo. En realidad, la
reforma del Consejo requeriría ir en dirección opuesta a la señalada:
hay que facilitar el funcionamiento del organismo, en lugar de aumentar
su burocracia, y se debe apuntar, en todo caso, al control popular del
organismo, en lugar del control partidario. La democratización de la
justicia requiere mayor discusión pública colectiva, sobre los asuntos
públicos, y no mayor control de la mayoría en el gobierno, sobre el
órgano que debe controlarlo.
Finalmente, ¿en qué sentido la reforma propuesta se muestra hostil con
los intereses de los más pobres, de los desprotegidos, de los marginados
del modelo actual? Como es habitual en el oficialismo, la reforma se
monta sobre un discurso épico que se contradice con sus resultados
timoratos, antipopulares y favorables a las mismas corporaciones que
dice atacar.
Desde Plataforma 2012 consideramos que cualquier proyecto sensato de
democratización de la justicia debería empezar por favorecer la llegada
de las clases populares, esto es, de los sectores desprotegidos de la
sociedad, a los tribunales. Ello, sobre todo, a la luz de tres
cuestiones: i) la actual situación de desigualdad que, virtualmente,
imposibilita el acceso de los sectores populares a la justicia; ii) los
formalismos y barreras jurídicas que hoy existen y que bloquean dicho
acceso; y iii) la cantidad de soluciones existentes, sencillas y
conocidas en toda América latina, capaces de ayudar a remediar el drama
de la falta de acceso de los sectores populares a los tribunales.
Existen decenas de cambios al alcance y poco costosos, aplicados ya
exitosamente en América Latina: por ejemplo, bajar los costos del
litigio; hacer no-obligatoria la participación o contratación de
abogados; eliminar formalismos; ampliar la legitimación para litigar
(facilitando que cualquiera llegue a tribunales rápidamente y sin
complejidades innecesarias); establecer el juicio por jurados, proponer
la creación de tribunales ambientales, favorecer el litigio colectivo;
priorizar la atención de los más pobres, los más postergados. Pero,
pudiendo hacerlo y existiendo cantidad de caminos posibles para lograrlo
(tómense los ejemplos de Colombia, Costa Rica, India, Sudáfrica, entre
otros, y mecanismos como los de la tutela; las acciones de clase; la
ampliación del standing; la “jurisdicción epistolar” impulsada en la
India), el gobierno se ha resistido a democratizar la justicia en su
sentido más obvio y elemental.
Ocurre en realidad que el oficialismo no quiere hacer estos cambios. Y
no se trata de que la reforma “es buena aunque no hace todo lo posible,
todo lo que nos gustaría que haga”. No. Se trata de que lo que hace, lo
hace mal y, en buena medida, en dirección contraria a la que debió haber
adoptado, si lo que le interesaba era servir a los más necesitados. Y
para ello, como ha sucedido en muchos otros casos, el oficialismo
manipula y bastardea los ideales que más nos movilizan o emocionan, los
que más sentimos como propios.
Una vez más estamos perdiendo una oportunidad importante para realizar un cambio en favor de la democracia y la justicia social.
Primeras firmas...
Osvaldo Acerbo, Mirta Antonelli, Jonatan Baldiviezo, Héctor Bidonde,
Jorge Brega, José Emilio Burucúa, Diana Dowek, Lucila Edelman, Roberto
Gargarella, Adriana Genta, Mónica Galan, Analía González, Diana Kordon,
Darío Lagos, Alicia Lissidini, Rubén Lo Vuolo, María Inés Luchetti,
Gabriela Massuh, Elba Pérez, Alberto Pinus, Marcelo Plana, Alfredo
Saavedra, Pablo Stefanoni, Maristella Svampa, Nicolás Tauber Sanz,
Osvaldo Tcherkaski, Jaco Tieffenberg, Enrique Viale, Patricia Zangaro,
Mariano Rosa.