Meditación ante la tumba del General San Martín.
Despierto está entre nosotros, como una estrella protectora en nuestro cielo. En el hogar que nos reúne, su nombre augusto es como el pan y como el fuego. No hay argentino que no sienta dentro del alma la virtud de su recuerdo. Y que no escuche en lo más hondo del corazón la voz profunda de su sueño. Hasta en la muerte es de sus hijos, hasta en la muerte silenciosa es de su pueblo. Hasta en la muerte se derrama sobre la vida y el honor de nuestro suelo. Mientras vivió, vivió de darse, como el misterio de la música en el tiempo. Como la fuente, como el río, como la luz, como la llama, como el viento. El alma inmensa de aquel hombre sólo cabía sin dolor en un ejército. Para vivir en el mundo su corazón necesitó miles de cuerpos. Aquel ejército era el eco de su emoción, pues era carne de su carne. Su corazón le daban forma; sus venas vivas de pasión le daban cauce. Su voz vibraba en los clarines y sostenía las banderas en el aire. Hasta en los últimos tambores, lo que sonaba era su pulso formidable. Su voluntad se propagaba como un incendio hasta los puestos más distantes. De regimiento en regimiento, de batallón en batallón, de sable en sable. Su fe rodaba por las filas con el empuje de un torrente infatigable. Y su calor llegaba en olas a los lugares más confusos del combate. En el momento de la gloria no había herida que en su ser no palpitase. Si todo el triunfo era su triunfo, toda la sangre derramada era su sangre. Llegó la fecha señalada, y el gran ejército cruzó la cordillera. La mole altiva no se opuso, porque sintió que aquella fuerza era su fuerza. Aquellos hombres que pasaban estaban hechos de su polvo y de su piedra. Eran hermanos de sus rocas, de sus tremendos precipicios, de sus crestas. Eran volcanes de los suyos: tenían fuego en la raíz y en la cabeza. Eran montañas y montañas, movilizadas con fervor para una empresa. Del otro lado había pueblos esclavizados y naciones prisioneras. Había seres que esperaban la libertad, había hermanos en cadenas. Un vasto sueño los unía, y era que un sol les disipara las tinieblas. Aquella luz con que soñaban llegó por fin en el temblor de una bandera. Detrás del sol el alma inmensa de San Martín desembocó de las montañas. Y sobre medio continente se desató como un ciclón de luz y llamas. Su fuerza enorme recorría todas las fibras de aquel cuerpo que avanzaba. Y aquel abismo de materia se convertía poco a poco en cumbre de alma. Y era relámpago en los pechos, trueno en las bocas y centella en las miradas. Chispa en el bosque de las crines y tempestad en la floresta de las lanzas. Estaba entera en cada grito de rebelión, en cada puño, en cada espada. Tanto en la sangre turbulenta como en el río silencioso de las lágrimas. Nuestro destino y su destino se confundieron como el hierro en la fragua. Y nuestra historia fue tomando la forma justa de la gloria en sus entrañas. Seamos fieles a esta forma, como soldados de verdad a una consigna. Porque es la forma de la patria: justo equilibrio de valor y de justicia. Sólo una espada como aquella pudo engendrar este milagro de armonía. Porque en ninguna de la tierra la semejanza con la cruz fue tan estricta. Guardemos siempre la memoria de aquella mano sin temor y sin mancilla. Guardemos siempre su recuerdo fundamental, como si fuera nuestra vida. Con el amor con que la fruta guarda en el fondo de su seno la semilla. Con el fervor con que la hoguera guarda el recuerdo victorioso de la chispa. Que su sepulcro nos convoque mientras el mundo de los hombres tenga días. Y que hasta el fin haya un incendio bajo el silencio paternal de sus cenizas.
Francisco Luis Bernárdez. (1900-1978)
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