“Silencio señores grandes…”
León Gieco
"...cantidades incontables de animales mugían, los teros gritaban, toda la pampa me daba la bienvenida..." |
Tenía que hacer unos trámites por el centro, aproveché y pasé. Miré la casa abandonada, rajada al medio desde la explosión de la embajada, había una lámpara prendida, típico edificio público, aunque quizá estarían renovando y no se veía por donde habrían de empezar. El museo también con andamios, cerrado, todo venido abajo, un desperdicio, una distracción había dejado en el olvido un oasis más de Buenos Aires. Suipacha entre Arroyo y Libertador, la galería de la esquina totalmente abandonada, una de las zonas mas paquetas de la ciudad, como todavía bajo la desbandada de la explosión.
En aquella casa había vivido Oliverio Girondo y Norah Lange, las paredes estaban impregnadas de noches de tertulias donde se recitaban poemas, el propio Neruda brindaba a su buen vino. En la biblioteca del museo silencioso, al lado de la capilla, cuchicheaban ecos de Mujica Lainez conversando con un Borges en busca de antepasados huidizos, sintiendo resignado la cercanía de la noruega en la cama de Girondo.
Lo constaté sin detenerme a rabo de ojo, vi el Ombú donde se sentaba el tío y la puerta donde un amigo de muchos años después, me contó que acompañaba a una novia, de esos noviazgos provincianos entre la hija de un casero y un chico de barrio adentro, chuso y con muchos hermanos. Atrás me imaginé el jardín enorme y el limonero del patio andaluz, recordé a María Ines Maderal, nuestra jefa de entonces para los oficinistas (había sido degradado a oficina, pero esa es otra historia algo larga), llorando porque habían podado todo el fondo divino y salvaje que daba casi hasta la 9 de Julio. Había tenido su papel en Roza de Lejos y le brotaba un dramatismo genuino.
Seguí sin rumbo, tampoco miré el otro lado de Libertador, por donde en unos terrenos de Retiro, que luego los fue usurpando el arte chantún y ferroviario, solía comer al medio día unos sanguches de chorizos adornados y suculentos. Así seguí a los saltos por recuerdos paralelos en sus décadas, constaté que todo seguía tan o más desorganizado que entonces, la era había encontrado a la ciudad demasiado desprolija, mal parada, ya no había nada que hacer, ni con su tráfico ni sus cableríos ni sus cañerías, todos sus cimientos corroídos por décadas de negligencia romántica y suicida. Una especie de fillicidio como exponía Rascovsky o un matricidio ejecutado por los que contiene la ciudad en su propio vientre o un deporte cultural de un pueblo, por querer sufrir histriónico y heroico, aunque no sepa del todo lo que es el sufrimiento.
Y ni me preocupa ni me afecta, solo constato y trato de salvar lo que es mío, como todos.
Unos meses atrás había dado con algo que no pude valorar, estaban promocionando una película argentina, Jauja, escuché que la presentarían en Samsø, pasaban por acá uno de los actores y el director, como buscando otra Jauja por una isla nórdica bastante grande, en la que vive poca gente algo endogámica, acá, en el golfo de Århus, a unas cuatro horas de navegación desde mi puerto.
Pensé hasta en ir, creo que fui, lo planeé y me resultaba a mano, me coincidía el fin de semana y el tiempo no estaba malo, iría hasta el lado sudoeste de la isla en el barco y de ahí en bicicleta.
Cuando finalmente vi la película fui tan desfachatado que me quedé dormido. Pasó una semana, pasó otra, las imágenes habían quedado latentes aunque yo durmiera. Esos pastizales me trasmitían un olor, perturbando mi rutina congelada
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Rápido me alejé de Buenos Aires, como un jinete en fuga tomé la autopista al mango, pasé Cañuelas con sus camiones y tomé la 3 hasta Gorchs, unos perros dormían panchos a la sombra de la estación de servicio cuando me apié y almorcé unas empanadas. Pasé Las Flores, en Cacharí entré, atravesé el pueblo diminuto, soñoliento de verano.
Ahí empezaba parte de lo que había ido a buscar sin saberlo.
Un par de curvas y bifurcaciones me desorientaron campo adentro, al andar una media hora ya di con la estancia y allá atrás la escuela, detrás, mas allá, La Pulpería.
Desde aquella pulpería me vine una vez sangrando cabeza gacha, habíamos estado tirándole hondazos a los carteles. Dándonos vuelta y casi sin mirar, los hacíamos sonar a toscazos.
Mario Aristegui, muy bueno para la honda, se dio vuelta sin que yo me hubiese hecho a un lado y me partió literalmente la frente bien al medio de un hondazo. No pasó absolutamente nada, sentí el toscazo rebotar en mi frente, nada más, aún hoy cuando me toco el hueso siento la marca.
Atrás, allá al fondo, había un monte donde con el Negro Bello, a un pibe de ciudad, le hicimos meter la mano en una cueva y una comadreja o algún hurón, le pegó un buén mordiscón que lo aterrorizó. Para el otro lado había un monte de pinos, desde donde supimos trasplantar algunos para el colegio.
En frente a la estancia hay una tranquera que entonces iba a dar al chiquero donde trabajaba el chiquito Mendivil, antes de ganarse la lotería.
Esa era la puerta mágica, al traspasarla me cubriría el manto infinito del Campo.
Abrí las mismas cadenas, levanté un poco la tranquera colgada, apoyada en el tiempo, cerré y tomé rumbo a
la laguna, antes, allá lejos, el canal 11. A su puente de fierro hermoso, ausente, se lo había llevado la misma negligencia tierra adentro, hasta el caracú de sus amaneceres se le ha metido la necedad. Si todo es efímero, el puente porqué no ha de serlo, a quién le puede interesar.
Caminé entre el yuyerío de cardos y pajas bravas, como sintiéndolo mío, la laguna estaba en parte seca y allá en el bajo se refrescaban la vacas, cantidades incontables de animales mugían, los teros gritaban, toda la pampa me daba la bienvenida, hasta un caballo de fábula, esbelto y arisco, con su pata izquierda blanca, jugó con las vacas y conmigo. Ni me estremecí, solo se que fue real porque les saqué unas fotos y grabé el mugido.
Era ese olor como a menta pasto bosta y calor que había sentido en la película, me desperté por cuenta propia ya del otro lado del canal, entre unas nutrias que visitaban otras nutrias y unos chajás al tranco por el agua, seguidos de otros bicharracos…
Nano Fittipaldi
(Relato cedido gentilmente por el Club de los Cuentos)
(Relato cedido gentilmente por el Club de los Cuentos)
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