Hoy hace mucho frío.
Aunque parezca extraño es algo que me gusta.
Debe ser porque la mayor parte de mi vida pasé frío.
Siempre creía, cuando era niña, que en el invierno uno debía rechinar los dientes y chocar sus rodillas. Más tarde supe que carecíamos de abrigos y calefacción: esa era la causa.
Como dice una canción, “he caminado con lluvia y con viento”, “viví la risa y también el llanto”, pero entre todos esos recuerdos hay uno que regresa en cada invierno: aquellos inolvidables mates amargos, los que tomábamos en el patio de la escuela Nº2 buscando reparo en el busto de Sarmiento que poco podía enfrentar las ráfagas del viento del sur.
Entonces, con una cafetera a modo de pava cuya manija se recalentaba, llegaban esos mates lavados y amargos, compañeros de tantas reflexiones y de tantos cansancios.
Y aunque no podíamos arreglarnos la vida, soñábamos y reíamos…
Y antes hubieron otros, los de los sábados por las mañanas, con mi madre y mi hermana que nunca supo cebarnos un mate “como la gente”, al decir de mamá.
Los de los domingos al atardecer en la vieja casa de la tía Marica, con Gladis, Susy, tío Coco y el Chin… y la salamandra que nunca tiraba bien.
Y los mates apurados de Ana que mientras barre prepara el agua que termina hirviéndose.
Y los que todos los días tomamos con Carolina que viene de una “escapada” cuando sale de la escuela.
Y los que tomamos con mi hermano, Susy y el Negro cuando de tanto en tanto, nos encontramos para hablar de nuevo del Plaza Hotel y de los amigos que ya no están.
Y los que tomo en soledad, cuando regreso de caminar llena de viento y frío, que aunque parezca extraño, es algo que me gusta.
Debe ser porque la mayor parte de mi vida tuve frío.
Beba Lapasta
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