Finalmente llegó el barco con las provisiones. Cuanta alegría despierta verlo arribar al puerto tan temprano, un mes antes de lo que lo ha hecho siempre.
Resultado del cambio climático, el mar sin tanto hielo deja que se acerque.
Bajaron varios containers, al otro día el supermercado abastecido con las cosas más exquisitas, lo mas preciado para estas latitudes. Alguna verdura, pepinos, naranjas, manzanas y ciruelas.
Que difícil se hace concebir el venerar una naranja, su aroma al pelarla.
Recuerdo el jardín de mi casa, con manzanas, ciruelas, duraznos, damascos, nueces y la parra de uva blanca. En lo de Fito los citrus, naranjas de ombligo, mandarinas, quinotos todo el año, la parra de uva negra y la guayaba como las de la plaza, en frente en lo de Abuela los nísperos y la planta de mandarinas mas pequeñas.
De niño en verano tenía la costumbre de tirar las ciruelas a la pileta que se refresquen, el fondo celeste manchado de ciruelas enormes rojas y amarillas, carnosas, las mejores que haya probado.
En el supermercado elijo una del tamaño y el color parecido a las de entonces, a ésta de tres pesos le tengo desconfianza, por fuera con buena pinta, en otro lugar la hubiese probado disimuladamente mientras hago las compras, pero para sentir que me podía dar el lujo de adueñarme honestamente de la ciruela la llevé a la caja, la pagué, la lustre con la manga y le dí un tarascón. Demasiada pinta, el resto de pulpa oscura tirando a vieja fué a parar al tacho de basura.
A que viene el relato? Pues seguir confrontando lo relativo que es tener y no tener, lo que suele ser común y lo que se transforma en un lujo, lo que se puede comprar por dinero o lo que se puede añorar inaccesible.
Es sabido que en estos lugares la gente es de un temple incomparable, no es fácil encarar el día a día de estas temperaturas, de roca, hielo y mar. Aún así el inuit tiene una predisposición incondicional a la risa, siempre hay una buena excusa para reirse, pero hay algo más.
Los antiguos colonizadores se preguntan qué han hecho mal, porqué el asistencialismo que han practicado con tan supuesta buena intención no da resultado, no convence al inuit de que la vida es más que gastarse el sueldo los primeros tres días de la quincena. Imposibles de encarrilar, con una manera de ser más parecida a la nuestra, algo inocentes, bastante astutos, negados a programar el porvenir. Sin la predisposición tan occidental por prosperar, competir, soñar el triunfo personal.
Algunos sueñan con cazar y pescar, con el chasquido del látigo que encarrila los perros, con la libertad absoluta que caracteriza la inmensidad de Groenlandia, donde nadie es dueño del territorio y hacete cargo, todo es tuyo, andá y volvé cuando quieras, sin cobertura telefónica, con peligros cotidianos que condicionan el regreso. Otros con irse a disfrutar de las cosas de la vida al alcance de la mano, aunque muchos vuelven enfermos de nostalgia, luego de comprobar que para ellos no hay otro lugar mejor.
Y el peligro no está en la inmensidad, está en la decepción de cada una de las casas que no logran hacer pie en la manera moderna que se ha impuesto de vivir. Pantalla plana, teléfono móvil, computadora, moto de nieve, ropa de marca. El dinero mal administrado no les alcanza, el hombre desfasado de su rol natural se dedica a emborracharse, a abusar de su mujer, de los niños y la sociedad se enfrenta al opulento abismo de las tragedias, con un índice de suicidios entre los jóvenes, escalofriante.
Que es lo que hicimos mal?, se vuelven a interrogar los que tratan de arriarlos a gusto y semejanza. Y nadie da en lo cierto, se barajan sumas astronómicas de ayuda anual de subsidios destinados a hacer de estas aldeas, ciudades modernas, la infraestructura demuestra que los son, pero el tejido social se diluye en el caos de la decepción. Algunos envidian con auténtico desprecio al que obstenta poder, saber, libertad de viajar, aunque por suerte no se puede ser snob y frívolo en Groenlandia. Sin shopings donde comprar la alegría ni lugares donde pasear lo comprado.
Obnubilados miramos las verduras que colorean el supermercado. ¿Qué paraíso las produjo? ¡qué frescura su sabor! ¡Que fácil que es vivir donde todo crece! Donde puntear el fondo de tu casa te abastece de tanto que no podés consumirlo.
Por falta de identidad cultural sólida o por diversas frustraciones, en algunos lugares de abundancia el aparentar que nos va bien es parte de la esquizofrenia colectiva, sin el don de asumir que no todos los pueblos son Miami, que la vida es algo más que la de mi amigo de la cuatro por cuatro, el heredero estanciero piquetero.
Al contrario de lo que sienten los que revolean las tarjetas de crédito al rojo vivo, no se puede comprar la alegría y ser esclavo de las cosas es una manera indigna de perder la libertad.
Curioso, la misma predisposición a la broma y a la risa, una decepción parecida en muchas casas.
Encontrar la fuerza en un rato de soledad y encarrilar la vida según nuestros propios sueños puede dar mejores resultados que veinte sesiones de psicólogo o los más primitivos cartones de vino.
Mirarse en el contraste del espejo de lugares infinitamente mas inhóspitos puede servir y una ciruela descompuesta de tres pesos con sus recuerdos vale la reflexión.
Teniendo lo indispensable debería ser nuestro deber ser felices, nadie lo puede ser por vos.
domingo, 23 de marzo de 2008
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