Vivo en una encantadora calle de tierra, alejada de todos y de todo.
A veces el viento me hace recordar a los años lejanos del 50, cuando vivía frente a la plaza y él levantaba enormes cortinas de arena y hojas que bailaban formando remolinos, a la hora de la siesta.
Todavía en los meses del verano, por esta calle, pasa el camión “regador” que me regala el inconfundible olor a tierra mojada.
Frente a la casa mía hay un monte que creció sin control y parece una pequeña y enmarañada selva.
Un día, tentada no sé por qué, pensé en convocar a mis vecinos del barrio para solicitar que este espacio se convirtiera en un paseo, en una plaza, en un lugar con sombra, flores y bancos.
Hasta imaginé el lugar, con nombre y todo…
Pero cambié de idea…
Si esto sucediera…
¿adónde irán los pájaros del monte cuando arrojen sus nidos por el suelo?
¿adónde irá el zorzal a desgranar su canto desde el amanecer hasta el ocaso?
¿quién me regalará los millones de hojas de plata del eucalipto mojado por la lluvia del otoño?
¿Y el estallido de oro entre las copas de los árboles?
¿y los gorriones y los horneros que vienen a reclamar sus migas de pan en las mañanas?
¿adónde irá Rosita, cuando enojada y celosa por la llegada de mis nietos cruce rengueando a esconderse entre las ramas caídas?
Hoy tuve un ataque de nostalgia.
Pero ya se me pasó, no me hagan caso.
Beba Lapasta.
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