Leyó las líneas de la manos en el cielo, faltaban unas semanas para que se ahuyente el sol. La luna atrás en las montañas ejercía majestuosa su reinado. En el imperio del hielo los pocos animales que lo pueblan empiezan a bajar en busca de alimento.
Toma como tantas veces el rifle aún cargado, sin muchos preparativos, con la confianza de la rutina y se despide. Arranca el motor del pequeño bote, el día está calmo, el frío corta las mejillas con una pureza de puntadas, mira hacia atrás, los niños le dicen adiós desde lejos.
Surca las olas y al par de horas tira la línea para pescar salmón, una pesa la mantiene por debajo de la corriente de la modesta velocidad. Al rato varios ejemplares enormes yacen tiezos muertos congelados, antes que de axfisia.
La luna, el hermano que como quiere la saga no llegó hasta su hermana el sol, sigue cercana, o más correctamente cercano. Todo lo es y nada parece extraordinario para quien está acostumbrado a desafiar la inmensidad, las temperaturas estremecedoras, las tormentas imprevistas. El placer ancestral de vivir de la caza y de la pesca, como una justificación heredada. Jamás le serviría realizarse a través del trabajo o una profesión que no sea esa elegida huida cotidiana para palpar en todo su ser que está vivo, sin otras condiciones que la de su voluntad o su pereza.
Cada estación tiene su presa y su técnica. Cuando desde la isla en el otoño rumbean hacia las montañas continentales, internarse en los fiordos y hacer campamento, suelen ir en varios botes, un solo bote es inseguro, tormentas imprevistas, varios grados bajo cero en botes abiertos, motores que traicionan, hacen del mar una trampa cotidiana. Se respetan entre ellos con conductas prolijas, las que en tantos otros lados escasean. La última vez fué hace un par de meses, eran tres botes pequeños, con motores desproporcionados para su tamaño. Se alzaron con 25 renos, los carnearon allá arriba y con un vincha sobre la frente sosteniendo el medio animal sobre la espalda con las patas sobre los hombros emprendieron el regreso, ida y vuelta, distancias enormes de terreno difícil y animales pesados, varias veces hasta colmar los botes y pegar la vuelta. Atravesar el mar, esté como esté, rumbo a la isla grande y perdidos tras los témpanos, en el pequeño fiordo que da a la aldea se apean. La carne repartida por partes iguales y de nuevo la milimétrica conducta de cazadores por necesidad, sin lugar al egoísmo, solidaridad necesaria, pasan por otras casas y reparten. El placer de dar no les está vedado.
Compañeros de años, infancias paradisíacas, cuando apenas les permitían jugar con el látigo del trineo, intentar el chasquido que luego obediente hace encarrilar los perros, hasta que se les permite intentar con uno o dos de los más mansos, en un trineo pequeño. Allá por los siete u ocho años, como en otros lados, donde algunos otros niños dichosos tienen sus primeros caballos. Crecer imitando el devenir, hasta cazar el primer oso polar, ganarse el respeto y entrar a la vida adulta como a un juego.
En otros lados es fácil y hasta preciado ser individualista, pensar solo en uno, ser orugulloso y celoso de la privacidad. Aun sin falta de orgullo, con esas cualidades los inuitas no hubiesen sobrevivido. Tienen que estar exhaustos y muy hambrientos para el desbande y el sálvese quien pueda, cuando a causa del hambre, el cansancio y las insufribles temperaturas, el vértigo de la superstición vuelve inestable a cualquiera y buscan sobrevivir por medios propios, dejando al de al lado librado a sus propias fuerzas. Otras culturas obstentan prepotencia de salón, griteríos de cocoritos satisfechos de abundancia, orgullos superficiales, decencia de cuenta bancaria y mangas de camisa. En estas latitudes se curten por su propio roce la piel de la cara y de las manos, la nariz pequeña escondida no se expone, los ojos lo ven todo y la risa da calor. A la hora de la verdad puede que el temple sirva para ganar la mas osada de las batallas, la que se libra a la intemperie ante la naturaleza implacable y cada vez mas imprevisible.
Platea la inmensidad la luna de siempre, los 20 grados bajo cero como una cápsula de cristal impalpable detienen el hoy, baila su bello baile la aurora boreal, nada en el mundo es mas hermoso, imanta y estremece, los dioses parecen jugar un billar de sueños con colores.
El mismo bote será eruptado en abril cuando se derrita el hielo, lo encuentran otros cazadores.
Miradas esparcen el rumor y un adiós recorre el pueblo, los desaparecidos no se mueren, se vuelven ”Fjældgængere”, “Qivitoq” “espíritus andantes de la montaña”, que se ven y te saludan.
A alguien, esta vez, todavía, no consiguen consolar.
Dice convencida que si apareciera, lo golpearía, lo insultaría y le preguntaría qué carajo ganó con irse. En su soledad mira la montaña teñida del blanco preferido, divisa un movimiento. Tiene derecho y razón para verlo, pero prefiere no creer. Sabe que ni allá ni dentro suyo queda nada.
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