domingo, 27 de enero de 2008

El escenario de los relatos

~Y quiero que este Palacio tenga goteras para po­ner una cacerola debajo, porque así he conocido siempre esta obra de arte...
Fernando Fernán Gómez

Por qué mi padre se convirtió en propietario de este comercio es cosa de la fortuna y de la buena suerte que casi siempre lo acom­pañó.
Después de andar por muchos caminos, de golpe y porrazo nos encontramos viviendo como duques frente a la Plaza y en una de las principales avenidas: 25 de Mayo.
Como las calles eran de tierra, esta conocida avenida nos deja­ba grises a todos, los días de viento, y embarrados hasta la coronilla los días de lluvia. Además cuando mamá lavaba nuestros guardapol­vos debía repetir la operación varias veces, gracias a la avenida, que tenía !a feliz ocurrencia de hacer cortinas de arena en el momento me­nos esperado.
Recuerdo que papá había hecho imprimir unas tarjetas un poco grandes donde podía leerse: «Plaza Hotel - de Orfilio H. Lapasta -Buenas comodidades - perfecta atención - frente a ia Plaza -atendido por sus propios dueños - 25 de Mayo y San Martín -»,
La casa de verdad era vieja. Nosotros ocupábamos las peores habitaciones, tenían pisos de madera, enormes puertas con postigos y banderolas por donde cantaba el viento, y a veces entraban las arañas que bajaban del alero de cinc cuando hacía calor. En las paredes ha­bía enormes manchas de humedad que parecían formar mapas de todos los países del mundo.
Las habitaciones nuevas tenían lavabos, no eran húmedas. Estaban reservadas para los clientes. Había una de ellas, la pieza nú­mero nueve, que llamábamos «la pieza de los locos», porque invaria­blemente era habitada por alguien que tenía los tornillos flojos.
Nosotros nos apoderamos de la pieza siete, y allí tuvimos por un par de años nuestro centro de operaciones, nuestro circo, teatro o escondite.
La cocina era inhóspita. Había que ser patriota para estar en ella los días invernales. Para colmo de males, goteaba hollín de la chimenea y cada dos por tres nos caía una gota marrón en la punta de la nariz.
Parecía una cocina de principios de siglo, Tenía el piso gastado de tanta lavandina. Desde allí venía el aroma inconfundible de los gui­sos que hacía mamá ... del café humeante que hacía papá en la cafe­tera silbadora.
A mí me gustaba el comedor. Porque cuando ponían las mesas había unas copas con el pie azul y cubiertos con los mangos de marfil. Un espeso cortinado de rayas blancas y moradas lo separaba del bar. Tenía un agujero que hizo un borracho con un cigarrillo. Después de esa hazaña fue sacado a la calle de los fundillos. La cortina quedó arruinada.
Tiempo después debió quitarse y jamás fue repuesta. Desco­nozco la causa. (Creo que era muy cara).
A la hora de la siesta cruzábamos la calle y nos quedábamos en la plaza. Yo llegué a pensar que la plaza era mía y mío el árbol y el banco que daban justo enfrente al hotel.
El trabajo aumentaba principalmente cuando llegaban, levan­tando una espesa nube de tierra, las máquinas cosechadoras y los camiones de la fruta.
Si algún día aflojaba el trabajo, no se perdía ni tiempo ni dinero.
En esos momentos el autor de mis días agudizaba su ingenio.

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